Espacio social y apropiación del espacio verde público en la arquitectura de paisaje

Social space and appropriation of public green space in landscape architecture

 

Jairo Agustín Reyes Plata

Doctor en Diseño. Escuela Nacional de Estudios Superiores, Unidad León, Universidad Nacional Autónoma de México. ORCID: 0000-0003-4813-7797. Sostenibilidad urbana, planificación de paisaje, infraestructura verde. jreyes@enes.unam.mx

Resumen

Los espacios verdes pueden contribuir al bienestar humano en la medida que cumplan con su funcionalidad social. El presente texto reflexiona sobre el proceso de apropiación social del espacio público en el marco de la arquitectura de paisaje. Se retoman enfoques que tienen como base los conceptos de construcción social del paisaje y espacio social, ya que se reconoce el papel de la dimensión social en la construcción y diseño del espacio abierto verde para mejorar la calidad de vida y el bienestar social. Se concluye que abordar la construcción social del espacio verde público desde la apropiación social contribuiría a diseñar y construir un paisaje para la vida, que satisfaga las necesidades materiales e inmateriales de los habitantes de una ciudad.

Palabras clave: Apropiación social, arquitectura de paisaje, espacio social, espacio verde público.

 

Abstract

Green spaces contribute to human well-being to the extent that they fulfill their social functionality. The present text approaches to the process of social appropriation of public space within the framework of landscape architecture. It is based on a review about the concept of social construction of the landscape and social space, recognizing the role of the social dimension in the construction and design of the green open space for the quality of life and social welfare. It is concluded that addressing the social construction of public green space from social appropriation approach can contribute to designing and building a landscape for life, which satisfies the material and immaterial needs of the inhabitants of a city.

Keywords: Landscape architecture, public green space, social appropriation, social space.

 

Introducción

Los espacios verdes públicos son componentes fundamentales del paisaje urbano. Su importancia radica en la provisión de servicios ambientales, económicos, sociales y culturales para los habitantes de una ciudad, por lo que son percibidos como bienes sociales compartidos por la población que los utiliza; porque son catalizadores de las externadidades urbanas negativas como la contaminación del aire o el agua y el exceso de ruido; así como del estrés que impacta la salud física, psicológica y emocional de las personas. Además, su trascendencia es estratégica debido a la concentración de la población urbana y la inequidad que existe en la provisión, acceso y calidad de las áreas verdes, que afecta principalmente a personas de escasos recursos y a ciertos grupos de población (Ojeda-Revah, 2020).

Sin embargo, el crecimiento urbano difuso y fragmentado que caracteriza a países como México, se asocia cada vez más con una menor proporción de estos espacios (Moreno-Mata y Sánchez-Moreno, 2018); lo que implica una pérdida en el contacto de las personas con la naturaleza y, en consecuencia, una disminución de las posibilidades de mejorar las condiciones de bienestar y calidad de vida. Por lo anterior, de acuerdo con perspectivas recientes sobre el desarrollo urbano, la Agenda 2030 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (Objetivo 11, “Ciudades y Comunidades Sostenibles”) aboga por el mejoramiento de las condiciones ambientales para el bienestar social y el disfrute de la vida (Naciones Unidas, 2015). Asimismo, la declaración de Quito 2016 sobre la Nueva Agenda Urbana llama a fomentar la creación de ciudades seguras, pacíficas y plurales, donde se reconozcan las necesidades específicas de aquellos sectores sociales en situaciones de vulnerabilidad (Naciones Unidas, 2017).

Para lograr este propósito se considera esencial propiciar la pertenencia por la ciudad. El sentido social del espacio urbano incluye, entre otros factores, la posibilidad de apropiación de los espacios públicos, el fomento de la manifestación libre de las expresiones culturales, el mejoramiento de la interacción y la convivencia social. Otro de los elementos fundamentales es la forma en que las personas se relacionan actualmente con los miembros que componen sus propias comunidades y las condiciones de vida que se heredan a las generaciones por venir (Naciones Unidas, 2017).

Respecto al resultado de las diferentes acciones, el uso y la apropiación del espacio verde público no se da automáticamente; así como tampoco todos los beneficios que ofrecen son fácilmente medibles. Desde un punto de vista social, la convivencia familiar, la pertenencia social o el cuidado a la salud son beneficios difíciles de cuantificar o visualizarse en términos de superficie o ganancia económica, pues son resultado de un proceso complejo de apropiación. Comprender el sentido social de estos procesos supone un reto para las disciplinas dedicadas al diseño y planificación de la ciudad, como es el caso de la arquitectura de paisaje, enfocada principalmente en la composición del espacio abierto (IFLA, 2020; Thompson, 2014).

Con el fin de profundizar sobre los elementos que contribuyen a mantener los beneficios sociales de los espacios públicos y cómo esto incide en el diseño de arquitectura de paisaje, esta propuesta de trabajo acude a un enfoque basado en el concepto de espacio social, entendido como el ámbito físico o virtual, donde se generan relaciones e interacciones sociales por el que las personas se vinculan con los espacios, en un contexto sociocultural específico, y desde los niveles individual, grupal y comunitario (Vidal y Pol, 2005). Se analiza la importancia del proceso de apropiación social del espacio público como un elemento clave en el diseño de espacios verdes que generen mejores entornos para el desarrollo humano, que es una de las prioridades de la arquitectura de paisaje contemporánea.

Aproximación metodológica

Esta propuesta de investigación aborda los vínculos entre la dimensión social del espacio y la apropiación del espacio verde público en el marco de la arquitectura de paisaje. El trabajo inicia con el análisis de la concepción de arquitectura de paisaje y la noción del espacio como producto social. Se sigue con una revisión sobre la funcionalidad de los espacios verdes públicos, entendidos como espacios de relaciones sociales donde la apropiación de estos constituye la base de la prestación de beneficios a la sociedad. Finalmente, la reflexión concluye esbozando algunas consideraciones conceptuales para el diseño de los espacios verdes públicos en el marco de una visión multidimensional del diseño arquitectónico paisajístico.

La arquitectura de paisaje y la producción del paisaje

Murphy (2005) describe que la arquitectura de paisaje es una disciplina dedicada a entender y moldear el paisaje, para lo cual se vale del diseño y la planeación en el proceso de cambio del carácter paisajístico, es decir, de lo que distingue un paisaje de otro. Para el autor, existen dos propósitos para promover este cambio; el primero persigue la creación y el sostenimiento de ambientes útiles, saludables y de disfrute en todas las escalas del espacio, desde el ambiente urbano hasta el regional. En tanto que el segundo, refiere a la protección y el mejoramiento de las cualidades físicas, culturales y ecológicas que constituyen el paisaje.

Visto desde esta perspectiva, la arquitectura de paisaje va más allá de la organización armónica de edificios, pues trata del diseño del entorno natural y construido, es decir, involucra la creación de condiciones adecuadas que permitan el desarrollo humano preservando el paisaje como un recurso básico de la sociedad. Según la Real Academia Española (2022), una de las acepciones del término “condición” es “circunstancias que afectan a un proceso o estado de una persona o cosa”. Si partimos de esta definición, el diseño del paisaje tiene la posibilidad de influir en los factores que inciden positivamente el bienestar humano. De hecho, para la Federación Internacional de Arquitectos Paisajistas (IFLA) (2020), la arquitectura de paisaje contribuye a la mejora socioeconómica, la salud y el bienestar comunitario al gestionar las interacciones entre los ecosistemas naturales y culturales aplicando principios estéticos y científicos.

Para entender el abordaje dual que hace la arquitectura de paisaje, cabe mencionar que el nacimiento de esta disciplina ocurre en la era de la modernidad; se da a partir de la confluencia del conocimiento científico, asociado a la racionalidad cuantitativa del espacio, sus componentes y sus relaciones, así como del despliegue del conocimiento estético vinculado a la reflexión ética. Para Larrucea (2010, p. 63) la confluencia de estas dos formas de conocimiento condujo a un proceso mutuamente influyente y transformador, en el que la capacidad estética del ser humano, que de otro modo se quedaría en una fase contemplativa, aumentó a través de la capacidad racional. Esta relación fue virtuosa, pues confirió al diseño del entorno (espacio abierto) un nuevo sentido, en el que la naturaleza adquirió un valor simbólico asociado a la estética y la teórica-humanística, además de su valor utilitario, cimentado en el lado científico de las ciencias ambientales y la tecnología.

La hibridación entre los aspectos culturales y naturales del espacio constituye una de las vertientes teóricas de la concepción contemporánea del paisaje, entendido como un producto social, y con base en el cual la arquitectura del paisaje busca fortalecer las conexiones entre las personas y el entorno que los rodea al crear y transformar los espacios públicos.

En su obra Landscape Theories. A Brief Introduction, Kühnne (2019) describe siete teorías para comprender el paisaje. Una de ellas, inscrita dentro de los acercamientos constructivistas, es la del constructivismo social, que concibe al paisaje como el resultado de patrones de interpretación socialmente formados, y que tienen una conexión simbólica entre los grupos sociales y los objetos materiales observados.

En este sentido, el paisaje puede interpretarse como el resultado de una transformación colectiva de la naturaleza y como la proyección cultural de una sociedad en un espacio determinado (Nogué, 2009, p.11); refleja una forma determinada de apropiación del espacio, es decir, de una serie de relaciones sociales que se normalizan en la manera como una sociedad ocupa y usa el espacio para experimentar y alcanzar sus aspiraciones. Fariña (1998) resume esta idea diciendo que el paisaje es consustancial con las formas de la vida social” (p. 262).

Por supuesto, la transformación del espacio y de los elementos que lo componen resalta el aspecto evolutivo que tiene el paisaje, y por consiguiente la importancia de entender y fundamentar, con base en el conocimiento, de qué manera se puede proyectar el espacio (Roger, 2007). Esto constituye una oportunidad para la arquitectura de paisaje, pues comprender la naturaleza social de las relaciones y dinámicas de fondo que construyen el paisaje, ayudaría a determinar los criterios sobre los cuales se puede establecer que la intervención paisajística contribuye efectivamente a acondicionar ambientes y crear condiciones propicias para el disfrute y desarrollo humanos.

El espacio verde: su funcional social

El espacio verde es uno de los ámbitos que privilegia la intervención arquitectónica paisajística. Al ser uno de los componentes del paisaje urbano, puede enriquecer la experiencia espacial de la vida cotidiana de las personas que interactúan en él. En un análisis de los ejemplos que se conjuntaron las tendencias del conocimiento racional y estético del paisaje, Larrucea (2010) cita el caso del Central Park de Nueva York, el primer gran proyecto de arquitectura de paisaje. La autora menciona que la concepción artística del espacio estaba motivada por un proceso de aprendizaje técnico. El propósito lúdico y estético del proyecto fue maximizado por su valor ecológico y urbanístico, en el cual se realizó una extraordinaria modificación del terreno con una tecnología muy avanzada para su tiempo.

Sobre el mismo caso, Zusman (2019, p. 289) añade, citando el trabajo de Tomas Mitchell (2002) Landscape and Power, que Central Park ilustra claramente las ideas de lugar, espacio y paisaje. Para Mitchell el lugar refería a una localización específica, el espacio a un sitio que era activado con movimientos, acciones y narrativas sociales, y el paisaje a un sitio caracterizado por la experiencia estética asociada a la vista. Para Zusman, abordar el paisaje desde la vertiente estética no lo despoja de las tensiones que surgen a la hora de construir relaciones espaciales de poder. En nuestro caso, esta perspectiva es relevante para el diseño, pues añade al espacio verde un ingrediente adicional a sus valores estético y científico, el de las relaciones sociales y de poder vinculadas con la construcción de la espacialidad y el paisaje.

Como describe Nogué (2009) el paisaje es un reflejo de las relaciones sociales y de poder y los espacios verdes no son ajenos a ello. Las dinámicas de poder que operan en el espacio, su heterogeneidad y la relación que guarda con los grupos sociales pueden abordarse desde la noción de espacio como producción social.

El concepto de producción social del espacio fue propuesto por el filósofo francés Henri Lefebvre en 1974, quien concibió el espacio como el resultado de la acción social. Desde su perspectiva, el espacio puede entenderse como una entidad multidimensional integrada por el espacio físico, mental y social, donde la naturaleza física (espacio físico) es inseparable de la lógica de la espacialidad (espacio mental) y de la interacción humana (espacio social) (Lefebvre, 2013). De acuerdo con Martínez, (2015), este espacio como totalidad es denominado “el espacio real”, pues en este se reconocen las prácticas, las relaciones y las experiencias de una sociedad. En efecto, cada grupo humano genera prácticas que son singulares a sus normas y formas de concebir el entorno, con lo que se genera un proceso complejo, pero particular, de descubrimiento, creación y producción de una identidad característica que es observable en el paisaje.

Capasso (2016) explica que una de las aportaciones de la producción social de Lefebvre es la concepción tripartita del espacio percibido, el espacio vivido y el espacio concebido. Sobre el espacio percibido, está asociado a la idea de la práctica espacial, es decir, al escenario en que cada individuo es capaz de desarrollarse como ser un social, en un determinado tiempo y lugar. En una ciudad, por ejemplo, la práctica espacial se observaría en el espacio social; de acuerdo con la forma en que los habitantes usan y perciben dichas zonas vinculadas a su vida cotidiana, y cómo se produce y reproduce la apropiación de los espacios verdes públicos.

Por otra parte, el espacio vivido refiere a aquellas espacialidades que envuelven los ambientes físicos y sobre los cuales se superponen complejos sistemas simbólicos. Martínez (2013, citado por Capasso, 2016) explica que los espacios vividos son una representación de las deserciones y desobediencias sociales en contra de los códigos impuestos desde las relaciones del poder. Estos espacios contrastan con el espacio concebido, entendido como la representación del espacio vinculado al poder y que es producido y conceptualizado por especialistas, arquitectos, urbanistas o diseñadores, y que tiene como objetivo organizar los espacios percibidos y vividos (Torres, 2016).

Los postulados de Lefebvre destacan las distintas vertientes de la producción del espacio y ponen de manifiesto la importancia que tiene identificar y esclarecer las causas detrás de la configuración espacial y paisajística. Además, justifica la pertinencia de comprender las lógicas que originan y permiten la apropiación del espacio por parte de un grupo humano, en cuanto a su estructura funcional, sus impactos y beneficios sociales, ambientales o económicos. Incorporar estas perspectivas en la práctica de la arquitectura de paisaje contribuye a conciliar los conflictos entre el espacio vivido y el quehacer del espacio concebido, a través de estrategias de diseño y planeación que coloquen el interés general por delante, y resalten el papel de los habitantes en la construcción de espacios abiertos verdes y socialmente sostenibles.

El espacio verde como espacio público

Para comprender como la producción social del espacio se relaciona con el espacio verde, conviene remitirnos al concepto de “espacio público”. Según Gamboa (2003), este término hace referencia al lugar de una colectividad; el espacio público no sólo articula físicamente la ciudad, sino que constituye un mecanismo para el intercambio y el encuentro de los miembros de una sociedad. Sobre todo, trata de la significación colectiva de la vida urbana, así como de descubrir las improntas de las actividades sociales, culturales, educacionales, de contemplación y recreación que se desarrollan en el espacio.

El desarrollo de estas actividades no ocurre aleatoriamente, sino en sitios y de maneras determinados por las normas sociales que los producen (Lefebvre, 2004, citado por Dragicevic, 2009). En este contexto, cabe recordar que el espacio verde público representa una conceptualización social del espacio abierto urbano, donde la riqueza natural presente en la ciudad es valorada a partir del tipo de interacciones humanas con ésta, del uso que se hace del espacio y de las funciones que cumple en el tejido social y urbano.

La evolución de la ciudad como un paisaje densamente edificado y su modo de vida ha derivado en diversas ventajas para el desarrollo humano y la esperanza de vida. Sin embargo, la pérdida de los ecosistemas y la vegetación natural suponen todavía un reto para asegurar que los beneficios sociales, ambientales y económicos que proporcionan los espacios verdes y zonas libres estén disponibles para todos los habitantes de la ciudad.

En particular, el beneficio social de los espacios verdes tiene efectos positivos en la esfera individual y colectiva. De acuerdo con Yilmaz y Mumcu (2016), estos espacios cumplen con dos funciones en términos de la vida social. En primer lugar, brindan a las personas la comodidad de experimentar el exterior y así sentirse asociadas con un sistema social mayor. A la vez que el individuo puede estar solo, tiene la oportunidad de compartir su vida con otras personas, muchas de estas extrañas. En segundo lugar, estos espacios sirven como lugares de convivencia y reunión; las personas pueden comunicarse entre y familiarizarse con los demás, lo que puede repercutir positivamente en la cultura y educación e impactar favorablemente en la salud física y psicológica de todos los grupos de la comunidad (Galindo-Bianconi y Victoria-Uribe, 2012; Flores-Xolocotzi, 2012).

Distintos estudios indican que los espacios verdes también desempeñan un papel importante al reducir las condiciones de vida estresantes de la ciudad y ayudar a las personas a ser más resilientes frente a las crisis (Manmoudi, et al. 2022; Marchi et al, 2022; Saümel y Sanft, 2022). Las conexiones sociales que suscitan la asistencia a eventos públicos en el exterior pueden detonar las interacciones y los sentimientos de familiaridad, además de fortalecer el sentido de pertenencia comunitaria, independientemente del estatus social de las personas (Bertram y Rehdanz, 2015). Como se puede observar, los espacios verdes tienen la capacidad de contribuir a crear ambientes vitales para toda la población, cumpliendo funciones para la autodefinición de la comunidad como puntos esenciales para el encuentro, la convivencia y la inclusión social.

Además, desde la perspectiva de la salud comunitaria, la apropiación de los espacios verdes promueve una sana convivencia, mejorando el estado de ánimo de los usuarios y reduciendo las conductas agresivas, el crimen; los sentimientos negativos como el temor, el enojo o la depresión, y con ello la violencia intrafamiliar y comunitaria (Kuo y Sullivan, 2001). Los beneficios de la convivencia derivan del tipo de actividades que pueden realizarse en dichos espacios y las respuestas que generan en el usuario (Lee y Maheswaran, 2010). La provisión de espacios verdes ofrece oportunidades para la realización de actividades físicas, lo que genera un beneficio directo en el estado de salud sobre todo en lo relativo a las enfermedades de tipo no transmisible como la obesidad, las enfermedades cardiovasculares, la diabetes, la osteoporosis y otras (Lee et al., 2015). Otros efectos positivos se han observado entre los adultos; quienes visitan los espacios verdes presentan sensaciones de relajamiento, inspiración, reflexión y concentración, reduciendo de forma considerablemente los niveles de estrés, generando una sensación de paz y tranquilidad (Ulrich, 1981; Kaplan, 1983).

Ahora bien, como será descrito en el siguiente apartado, los beneficios que pueden adquirir los usuarios del espacio verde público depende, entre otros aspectos, de su capacidad para vivir, experimentar y gozar directamente del espacio verde, es decir, de las posibilidades de sentirse apegado al espacio y apropiarse a este.

La apropiación social del espacio verde público

Retomando los postulados de la producción del espacio social de Lefevbre, se establece que la tríada de espacio percibido, vivido y concebido existe en dos dimensiones espaciales: el espacio que se vive y el espacio en que se vive. En estas dos dimensiones, se produce la experiencia del espacio derivado de la práctica espacial, la representación del espacio y los elementos simbólicos, que se presentan en cada una de las aristas del espacio social (Lefevbre, 2013). De esta forma, la producción del espacio se refiere a una función simbólica vinculada a la percepción de elementos de identidad (símbolos) en la práctica espacial; el simbolismo de los elementos naturales del espacio verde, dentro de la concepción de un espacio urbano, construyen una funcionalidad específica para la sociedad, es decir, un espacio de representación (Lefebvre, 2013).

Para Velez (2009), el principio general para que los espacios verdes puedan contribuir al bienestar social depende en buena medida de su funcionalidad social. La importancia de la apropiación social para comprender la influencia positiva y el disfrute de los beneficios que proveen estos espacios a la población ha sido señalada por distintos autores como Guadarrama y Pichardo (2021), García et al. (2020); MorenoMata y Sánchez-Moreno (2018), Fonseca (2015), Vidal y Pol (2005) y Pol (2002). En éstos el fenómeno de apropiación espacial se visualiza como resultado de una relación compleja y de naturaleza multifactorial, destacando la relevancia que tiene el ambiente social en el proceso de apropiación del espacio.

De acuerdo con Giménez (2005), la apropiación social está marcada por la territorialidad, es decir, por un proceso que resulta indisociable de las relaciones de poder y mediante el cual las personas atribuyen un sistema de valores a un territorio. Desde esta perspectiva, el espacio público es un recurso escaso que, por su propia naturaleza colectiva, está sujeto a la disputa permanente en los ámbitos del poder. La manera como se dan estas relaciones puede, por una parte, favorecer la convivencia y el intercambio social o, por el contrario, provocar la exclusión, no sólo entre los grupos sociales que utilizan el espacio sino también de parte de los gobiernos que tienen a su cargo la responsabilidad de preservarlo y mantenerlo (Guadarrama y Pichardo Martínez, 2021). Desde un abordaje basado en la teórica social, la apropiación social del espacio puede ser entendida como el “sentimiento de poseer y gestionar un espacio” (Pol, 2002, p.124); es un proceso mediante el cual se vinculan las personas y los espacios (Vidal y Pol, 2005; Pol, 2002), por el uso constante y cotidiano que las personas hacen del lugar o por la identificación simbólica con este.

Desde el punto de vista de Pol (1996), este proceso contempla dos dimensiones complementarias: la acción-transformación y la identificación simbólica. La acción sobre el espacio es el punto de partida en un proceso de apropiación social. Las personas, los grupos o las colectividades van incorporando el entorno en sus procesos afectivos y de conocimiento del medio de manera activa en la medida que ejercen una acción sobre el espacio. La acción permite la interacción y la actuación de las personas, quienes al hacerlo pueden transformarlo mediante una serie de prácticas, otorgandole un significado. En efecto, las interacciones que ocurren en el lugar se reconfiguran al discurrir el tiempo, transformando los usos y las formas de apropiación, dejando improntas o señales dotadas de significado (Guadarrama y Pichardo Martínez, 2021).

Para Vidal et al. (2004) pueden distinguirse tres tipos de acciones que detonan y dan continuidad el proceso de apropiación: i) acciones cotidianas, es decir, las actividades que las personas realizan a diario en el lugar, ii) acciones de pertenencia hacia el lugar; sucede cuando las personas se informan de lo que pasa o tienen conocimiento de las actividades que se organizan en el espacio y, iii) acciones a futuro; se observan en el interés de las personas por conocer los proyectos para mejorar el lugar, involucrarse en la identificación y solución de los problemas que lo afectan. Esta variedad de interacciones hace que los usuarios del espacio se reconozcan como parte del entorno y se vinculen simbólicamente con el lugar. Si ocurre este proceso, el espacio que ha sido apropiado conduce a la continuidad y estabilidad de la persona, así como a la construcción de la identidad comunitaria y colectiva, y la cohesión del grupo. En consecuencia, se genera un apego al lugar, y con ello la producción de capital social, resultado de un entramado de relaciones sociales que pueden garantizar una distribución justa de los beneficios que proporcionan los espacios verdes de la ciudad a toda la población (Bourdieu, 1999, citado por Vargas y Merino, 2013).

Cuando se trata de los espacios verdes públicos, la identificación simbólica con el lugar es crucial para el proceso de apropiación, pues las personas suelen verse limitadas en sus posibilidades de intervención sobre el espacio a causa de la presencia de representaciones sociales distintas a las que los usuarios pueden tener, y contra las cuales puede existir resistencia (Capasso, 2016). Por eso, es pertinente comprender que el espacio verde público puede convertirse en un lugar propio al que las personas dotan de significado, constituyéndole en un espacio social. Sin embargo, en el contexto urbano actual, la escasez o el riesgo de pérdida del espacio verde público hace difícil concebirlo como un lugar fuera de todo conflicto por quién lo usa o decide cómo se usa, lo que puede repercutir en las posibilidades de obtener beneficios para toda la población.

Como explica Dragicevic (2009), el componente material del espacio social está determinado por el carácter social; la manera cómo se organizan y distribuyen los objetos en el espacio y el espacio en sí mismo son una respuesta a las normas sociales del comportamiento humano. En este sentido, Nogué (2018 citado por Urroz, 2018), reflexionando sobre las aportaciones del geográfo Yi-Fu Tuan, menciona “los lugares, a cualquier escala, son esenciales para nuestra estabilidad emocional porque actúan como un vínculo, como un punto de contacto e interacción entre los fenómenos globales y la experiencia personal (p.2). Como puede observarse, el significado del lugar deriva principalmente de las posibilidades para provocar una experiencia emocional en las personas y proviene de la percepción que existe en cuanto a las posibilidades de realizar cierto tipo de actividades y prácticas sociales, satisfacer necesidades individuales y colectivas, así como de mantener un vínculo emocional con el espacio. Estos aspectos en su conjunto destacan que la dimensión social del diseño es clave para alcanzar un modelo de desarrollo centrado en el ser humano.

Cabe mencionar que la apropiación social del espacio verde público es un proceso complejo, ya que se puede determinar por múltiples factores como el aspecto físico del espacio verde, la cohesión social, la percepción de seguridad y riesgo; además de las características sociodemográficas de las personas (Moreno-Mata y Sánchez-Moreno, 2018; Vargas y Merino, 2013). Como ejemplo, se pueden citar los estudios realizados por Cheshire et al. (2013, citados por Martínez e Ibarra, 2017), quienes encontraron que la satisfacción residencial y la inclinación a mudarse de un vecindario está vinculada por la presencia de comportamiento antisocial y de actividades potencialmente criminales o marginales, circunstancias que no sólo conducen a una percepción de riesgo e inseguridad en el espacio, sino que serían indicativas de la degradación del tejido social. Un comportamiento de alto riesgo tiene afectaciones a nivel individual y de grupo; a la vez que reduce las oportunidades para el intercambio y fortalecimiento de los lazos sociales, se reflejaría en altos niveles de desorganización comunitaria y poca cohesión social (Vargas y Merino, 2013).

La cohesión social es otro aspecto asociado con la formación de lazos entre los miembros de una sociedad; involucra el sentido de comunidad, la participación en actividades organizadas y un sentido de pertenencia (Dempsey, 2009). Respecto a este último, las interacciones entre los individuos o grupos y el lugar llevan a la construcción de una memoria personal asociada a este, así como a su identificación y el desarrollo de un sentimiento de que el espacio puede tener lo que se necesita para tener una mejor vida (Vidal y Pol, 2005).

Indudablemente, las formas en las que ocurre este proceso de apropiación dependen de los modelos culturales, roles o estilos de vida y características como la edad y sexo de los grupos sociales que rodean o habitan los lugares. MacIntyre et al. (1998), en un estudio de caso, demostraron que hay diferencias de edad, género y clase social respecto a las actividades y usos que se hacen de las áreas verdes, lo que sin duda incide en su apropiación social.

La arquitectura de paisaje y la apropiación social del espacio verde público

Como hemos descrito al inicio de este texto, la arquitectura de paisaje es una disciplina para el diseño del hábitat humano. Sus contribuciones a la mejoría de las relaciones entre los miembros de una comunidad, con otros seres vivos y el conjunto de la naturaleza tienen implicaciones en la creación de condiciones adecuadas de vida ahora y en el futuro. No obstante, como señala Murphy (2015), es frecuente que las disciplinas del diseño aborden los problemas del paisaje parcialmente y no como si este fuera un sistema compuesto por múltiples dimensiones. Un acercamiento holístico al proceso del apropiación del espacio puede guiar la “producción espacial de un entorno físico y habitable y, por lo tanto, hacia el logro de lo arquitectónico, que deberá intervenir en la adecuada producción de esa existencia de lo vivo, de lo habitador y de lo humano” (García, 2019, p. 101). Por ello, reconocer la dimensión social de los espacios verdes públicos ayudaría a proyectar soluciones de diseño adecuadas a cada contexto humano en aras de incrementar la habitabilidad de la ciudad.

La habitabilidad como fin del quehacer arquitectónico paisajístico conduciría a la adecuación del entorno con dos propósitos: la mejora en la calidad de vida y el bienestar social. Sobre el primero, Pérez Maldonado (1999, citado por Moreno, 2004), argumenta que la calidad de vida urbana involucra el confort biológico y psicosocial de quien habita la ciudad, sensaciones que están determinadas por el grado de satisfacción con el uso de los servicios y la percepción del espacio urbano como sano, seguro y visualmente grato. En cuanto al bienestar social, este abarca un proceso de acción individual y colectiva asociado el sentimiento de pertenencia que un individuo tiene hacia un grupo y que se evidencia por los lazos que tiende con la familia, los amigos o vecinos. Es por ello, que los espacios verdes contribuyen a la producción de un área de representación cargada de simbolismos de interacción social, un espacio público que puede crear un sentido de identidad y responsabilidad que se hermana en la práctica colaborativa por la permanencia de un bien común.

Citando a García (2019), “la relación que establecemos con el “entorno físico construido” no es de carácter meramente instrumental, sino que se liga significativamente a la propia y plena existencia del ser humano, en tanto que ser vivo y el más apto habitante de un adecuado y congruente, apropiable y habitable, o vivible, entorno” (p. 105). Claramente, la apropiación del espacio verde público es parte de un fenómeno que involucra la construccion simbólica de la ciudad. Ante esta perspectiva, la arquitectura de paisaje tiene la oportunidad de ayudar a enriquecer la experiencia espacial de la vida cotidiana de las personas mediante el diseño de espacios verdes vibrantes, en lo que se propicien la construcción del capital social comunitario, entendido como la suma de los recursos, reales o virtuales, que un individuo o grupo acumulan en el tiempo en virtud de la posesión de una red durable o más o menos institucionalizada de relaciones de mutuo conocimiento o reconocimiento (Bourdieu, 1999, citado por Vargas y Merino, 2013).

Por otra parte, el espacio verde es un elemento natural, aunque cultivado y apropiado dentro de un entorno urbano. En este sentido, se debe considerar que el manejo de dichos espacios está circunscrito a un entorno de infraestructura dentro del cual, existen conflictos por la funcionalidad del espacio urbano y sus diversos intereses de uso. Por eso, en el marco de la concepción de la sostenibilidad, se considera la necesidad de establecer funcionalidades ecológicas dentro de las ciudades para su misma persistencia, aunque, contradictoriamente, los espacios urbanos crecen como demanda del aumento de población y de la marginación rural.

En este sentido, la arquitectura del paisaje debe cumplir con los retos de producir espacios sostenibles, donde exista una funcionalidad acorde con las necesidades de los ciudadanos a través de una gestión sostenible que supere las expectativas ambientales o estéticas. Por ejemplo, la gestión de espacios verdes en la ciudad de Curitiba, Brasil, permitió retomar la funcionalidad urbana a través de la movilidad y la producción del espacio verde mediante la integración de intereses públicos y privados a través de un diseño espacial funcional dentro de las diferentes esferas de acción del espacio urbano (Montaner, 1999). Estos esfuerzos integradores se han tratado de conceptualizar a través del Índice de Biodiversidad Urbana (2010), en donde las dimensiones de biodiversidad, servicios ecosistémicos y gestión local deben considerarse para la evaluación de la sostenibilidad de las ciudades en torno a la presencia de condiciones de los espacios verdes y su organización social.

Finalmente, abordar la construcción social del espacio verde público nos permite reflexionar sobre el sentido que tiene diseñar y construir un paisaje para la vida, para un acceso más equitativo, igualitario y democrático a la riqueza natural o socialmente generada, así como para la satisfacción de las necesidades tanto materiales como inmateriales, que tienen los habitantes de una ciudad.

Referencias

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