El giro antirracista y la interculturalidad en México

Una conversación necesaria

The Anti-Racist turn and Interculturality in Mexico

A necessary conversation

Resumen

Desde hace seis años las conversaciones sobre racismo y antirracismo experimentaron un incremento en México. Esto devino en el posicionamiento de ciertos debates que tomaban distancias de discusiones como la interculturalidad. Pese a ello, lo que en este artículo propongo es que, ante el incremento de las desigualdades económicas y materiales, se vuelve necesario abrir una conversación entre la interculturalidad y el racismo. Esto implica no tener que decidir por una u otra sino abrir puentes de diálogo. En este sentido, este artículo se organiza mediante cuatro puntos medulares: 1) realizar un rastreo conceptual y político, 2) encontrar puntos de convergencia mediante el concepto de gramáticas, 3) revisar qué puede aprender la lucha antirracista de la interculturalidad y 4) ver qué puede aprender la interculturalidad de la lucha contra el racismo en México. Finalmente, concluyo argumentando que, más que ser discusiones disímiles, tienen en común más de lo que se puede pensar en términos políticos.

Palabras clave: Racismo, antirracismo, interculturalidad, gramáticas, México.

Abstract

For six years the conversations about racism and anti-racism in Mexico have experienced an increase. This resulted in the positioning of certain debates that distanced themselves from discussions such as interculturality. Despite this, what I propose in this article is that since the increase in economic and material inequalities, it becomes necessary to open a conversation between interculturalism and racism. This implies not having to decide for one or the other, but rather opening bridges of dialogue. In this sense, this article is organized around four core points: 1) carry out a conceptual and political path, 2) find points of convergence through the concept of grammars, 3) review what the anti-racist struggle can learn from interculturality and 4) see what interculturality can learn from the fight against racism in Mexico. Finally, I conclude by arguing that, rather than being dissimilar discussions, they have more in common than can be thought in political terms.

Keywords: Racism, anti-racism, interculturality, grammars, Mexico.

Introducción

En los últimos siete años hemos presenciado en México y en diversos países de América Latina un giro discursivo y de prácticas de inclusión para hablar de las desigualdades y la opresión. Dicho punto de inflexión estuvo marcado por el estudio llamado Módulo de Movilidad Social Intergeneracional, diseñado por El Colegio de México con el cobijo institucional del Instituto Nacional de Estadística e Ingeniería (inegi). Entre otras cosas que daba cuenta el Módulo, se refería a la relación existente entre las características sociodemográficas y la ocupación y su vínculo con el color de piel. Dicho estudio no pasó desapercibido, y no me refiero únicamente a los revuelos o debates públicos o de las redes sociales sino a las discusiones académicas. Tal es el caso del pronunciamiento de la Red Integra, la cual manifestaba su desacuerdo en el uso de ciertas categorías o conceptos, así como con una paleta de once colores, argumentando que estas estrategias tenían cortes decimonónicos.

Pese a las fallas que presentó el Módulo, tenemos que reconocer que nos permitió poner énfasis en opresiones o cuestionamientos poco explorados, como quiénes son las personas blancas en México, qué significa ser blanco en este país o cómo ciertas prácticas culturales y lingüísticas están relacionadas con la blanquedad1.

Por su parte, si bien en las últimas dos o casi tres décadas el concepto de interculturalidad se vino a integrar a nuestra cotidianidad institucional y política como una ventana más por la cual mirar y transformar la realidad que nos rodea, las discusiones sobre racismo y antirracismo ahora forman parte de la agenda no solo institucional sino también de organizaciones de base y movimientos sociales. Eso no quiere decir que sucedió un desplazamiento de unas discusiones por otras o de unas prácticas por otras, sino que –que es lo que intento argumentar en este artículo– ambos debates nos permiten ver cosas distintas del tejido de las opresiones y las desigualdades. Esto no es nada más porque sí: tiene una explicación histórica arraigada en las relaciones en que el Estado mexicano y sus instituciones –y otros proyectos políticos de Latinoamérica– ha construido con las poblaciones históricamente oprimidas según el contexto y la región. Es decir, el uso del entramado discursivo y analítico de la interculturalidad o del antirracismo dependerá de quiénes son las comunidades o personas involucradas en la constelación de relaciones complejas entre y con el Estado nación mexicano.

Por ejemplo, es más común referirnos a la interculturalidad incluso de una forma crítica cuando hablamos de poblaciones indígenas, no así cuando se trata de comunidades o personas afro de y en México. Mucho menos encontramos la interculturalidad como eje analítico, por ejemplo, para referirnos a grupos religiosos como los musulmanes de México, dado que la interculturalidad se relaciona más con un término paraguas, que incluso tiene un potencial político en términos conocidos como étnicos. Entonces, lo que en este artículo deseo desarrollar es una ruta posible para acercar estas dos discusiones, tomarlas y encontrar puntos de convergencia, pero también divergencias que permitan pensar no solo proyectos políticos institucionales contra la opresión sino también vías de organización colectiva.

Para tal fin, el artículo está presentado en cinco momentos. Al inicio se exponen las disputas conceptuales de la interculturalidad y el antirracismo como eje fundamental de lo político. La segunda parte intenta generar convergencias o puentes entre la interculturalidad y el antirracismo mediante el concepto de gramáticas. Después expongo las divergencias entre la interculturalidad y el antirracismo en México y lo que el segundo puede aprender de la primera. Finalmente, como cuarta parte, también hago alusión a aquellos factores que pudieran potencializar la interculturalidad y que las estrategias antirracistas ya han trabajado para, después, cerrar con una conclusiones.

Las razones para hacer esto son varias, entre las cuales me gustaría destacar algunas:

  1. Ambas discusiones tienen potencialidades políticas según el contexto.
  2. Por sí solas no alcanzan a mostrarnos una foto sobre cómo se tejen las complejas relaciones de opresión. De ahí que resulte productivo unir estas dos discusiones.
  3. Ambos debates surgieron desde ámbitos contestatarios, de lucha o de movimientos sociales de base, se transformaron y posteriormente fueron cooptados por el Estado y las empresas hasta convertirse en muletillas o significantes vacíos sin potencialidades políticas.

Existen más razones, pero las que de momento me interesa traer a la mesa son esas tres expuestas para los fines de este artículo.

El debate por los conceptos es político
Interculturalidad

Según ciertos autores (Gigante, 2004; Pérez Ruíz, 2009; Bartolomé, 2006), la interculturalidad tiene dos contextos clave para entenderse. Por un lado, desde el mundo anglosajón surgió la reflexión teórica sobre este fenómeno a partir de las olas migratorias de mitad del siglo xx, y su materialización se dio en las aulas cuando niños de diferentes orígenes comenzaron a convivir con los residentes o pertenecientes a la cultura hegemónica, generalmente personas blancas.

Ello difiere de América Latina, en donde la interculturalidad nación a partir de su relación con la educación bilingüe en Sudamérica. El término interculturalismo, derivado de interculturalidad, fue acuñado en 1974 desde Venezuela por esteban Mosonyi y Omar González (López, 2009). Este era usado para explicar cómo interactuaban la cultura propia de los pueblos originarios con “elementos culturales pertenecientes a uno u otro horizonte” (López, 2009, p. 139). Lo anterior va de la mano de las movilizaciones de profesores y líderes indígenas que reclamaban materiales educativos, espacios y mejores condiciones de vida, además de sus demandas por justicia. Por su parte, en México el término salud intercultural hacía referencia a las estrategias integracionistas y de asimilación que desplegaba el Estado mexicano para con la población originaria (Dietz, 2017).

El concepto interculturalidad se resignificó en la década de los noventa durante y posteriormente al Levantamiento Zapatista ocurrido en 1994 en el estado de Chiapas, al sur de México. Los diálogos de San Andrés Larráinzar fueron las negociaciones que dicho levantamiento emprendió junto con activistas, periodistas, políticos y académicos y con el Estado Mexicano. Dichos diálogos se llevaron de octubre de 1995 a febrero de 1996 mediante seis mesas, entre las que se encontraba la Mesa de Derechos y Cultura Indígena. En dicha mesa de diálogo los zapatistas se referían a la interculturalidad como una estrategia prescriptiva (Dietz,2017), como lo ideal o lo que había que hacer; es decir, la interculturalidad era entendida como la condición de respeto y justicia que el Estado mexicano debía de acatar y cómo conducirse hacia los pueblos originarios. En este sentido, la interculturalidad era un término contestatario que hacía referencia a injusticias históricas, pero también al camino que había que seguir. Además, también el movimiento zapatista hizo alusión en sus comunicados al racismo de largo aliento del que las comunidades, tribus y naciones indígenas habían sido objeto durante siglos. Después de esos acuerdos, el gobierno mexicano decidió rescatar el término y hacerlo parte de su política oficial a partir de 2000. Como señala Dietz (2017), este desde una perspectiva antropológica, ello significó que la interculturalidad:

actualmente se usa como un término más complejo y polisémico que se refiere a las relaciones que existen dentro de la sociedad entre diversas constelaciones de mayoría-minoría, y que se definen no solo en términos de cultura, sino también en términos de etnicidad, lengua, denominación religiosa y/o nacionalidad (p. 192).

Esto quiere decir que la interculturalidad se pensó como el conjunto de relaciones entre grupos cuya cultura, etnicidad, religión o nacionalidad los hacía que fueran leídos/percibidos como significativamente diferentes. Con ello quiero decir que mediante esta lectura de la diferencia se genera lo que se denominó en la literatura como alteridades, no solo históricas sino también alteridades negativas o que están insertas en relaciones de poder.

Dietz (2017) apunta también que la interculturalidad, al igual que el anti-racismo, no es un término prístino y sin influencias semánticas. Por el contrario, los discursos multiculturales europeos y estadounidenses han migrado (Mateos Cortés, 2011) hasta quedar en cercanía o traslaparse con las diferentes acepciones de la interculturalidad. Tal es el caso de nociones como inclusión o aquellas estrategias que hacen referencia a la compleja relación entre las culturas hegemónicas muchas veces nacionales y a los que se les denomina como minorías.

En este sentido, Schmelkes (2011) apuntó que el proyecto de interculturalidad oficial fue adoptado por sus instituciones en diferentes regiones de Latinoamérica. México no fue la excepción. Esto trajo como resultado varias acciones políticas, pero de las cuales deseo destacar dos: la creación de universidades interculturales y la creación del Programa Nacional de Educación Intercultural. En ambos casos, dichas políticas tenían por población objetivo a los pueblos originarios, sin obviar que personas negras, afromexicanas y afrodescendientes accedían a estas políticas, pero en menor medida.

El objetivo del Programa Nacional particularmente buscó incrementar el número de estudiantes indígenas en la educación básica y superior. Para tal fin se propuso una política compensatoria o lo que en los estudios sobre raza y etnicidad se le conoce como equidad racial. Esta consistía en el otorgamiento de becas como estrategia compensatoria, lo que quiere decir que en el contexto se reconocían los procesos de desacumulación histórica de los pueblos originarios, como la negación sistemática del acceso a la educación, al mismo tiempo en que se reconocía que dichos procesos tenían fuertes evidencias de recaer en ciertos grupos (indígenas y afro), cuya lectura de su cultura, su lengua, su religión o color de piel era de cierta manera, y esto los colocaba en una escala baja de múltiples jerarquías.

La migración de los discursos entorno al multiculturalismo y sus roces con la interculturalidad generó discusión acerca de la pertinencia de estrategias como las acciones afirmativas en el sistema universitario. Las cooperaciones internacionales condujeron proyectos en diferentes países de América Latina (De Souza Lima y Paladino, 2012). La lógica era que estas estrategias buscaban escolarizar a jóvenes pertenecientes a grupos que históricamente habían sido tratados como alteridades negativas e históricas, es decir, que habían sido víctimas históricas del racismo y de múltiples opresiones. El traslape entre lo multicultural de corte anglosajón y los usos de la interculturalidad en América Latina no sucedió sin asperezas. Tal es el caso de las discusiones que se dieron en torno a considerar cómo las organizaciones e instituciones que trabajaban desde una perspectiva intercultural no consideraban el color de piel como una fuente importante de opresión; o bien, la manera en que las prácticas antirracistas colectivas e instituciones no veían el racismo epistémico y el monolingüismo (en español, claro) en su lucha contra la opresión racial.

De ahí que sucedió el debate sobre la pertinencia cultural y epistémica de estos proyectos de inclusión y, más concretamente, de los proyectos educativos en general. En este sentido, la creación de universidades interculturales en 2003 tuvo y sigue teniendo un rol preponderante para el combate contra el racismo lingüístico y el racismo epistémico. Estas tres fases de los programas de inclusión no se pueden entender si no se contemplan de forma crítica desde la relación en que el Estado mexicano ha mantenido con los pueblos indígenas y la manera en que, pese a sus estrategias interculturales, sigue reproduciendo prácticas racistas.

Antirracismo

Alastair Bonnett (2000) nos dice que el término antirracismo es de creación muy reciente. Es decir, surge en la segunda mitad del siglo xx casi al mismo tiempo que nociones como antisexismo, acuñado por movimientos sociales feministas de países occidentales y, también, casi a la par de los movimientos gay (p. 10). También esta autor alertó desde hace años lo que ya varios antropólogos venían subrayando tanto en Latinoamérica como en países angloparlantes: que en geografías “occidentalizadas se hablaba de la ‘herencia anti-racista’ [mientras que] en países no occidentalizados o anti-occidente se hablaba de anti-colonialismo o anti-imperialismo” (Bonnett, 2000, p. 9). Lo anterior quiere decir que aunque Bonnett no distinguió si autonombrarse e identificar la lucha de cierto tipo de opresión con distintos términos –anti-racista o anti-colonialista– podía referirse a la lucha contra el racismo. Esta es una discusión que se retoma 23 años después por Moreno Figueroa y Wade (2022) bajo el término de gramáticas alternativas. Por ello, aquíhago una propuesta para rastrear el término y con ello hacer una arqueología del concepto que sirva para este artículo.

En la Convención Internacional para la Eliminación de todas formas de Discriminación Racial llevada a cabo en Noruega en 1965, el racismo era entendido como “cualquier distinción, exclusión, restricción o preferencia basada en la ‘raza’, color de piel, ascendencia, nacionalidad u origen étnico los cuales tengan por propósito o efecto nulificar o disminuir el reconocimiento de los derechos humanos y libertades fundamentales” (Oficina del Alto Comisionado de Derechos Humanos, 1965, p. 4). A diferencia del documento creado dos años antes en Nueva York, dicha convención agregó en 1965 las nociones ascendencia y nacionalidad al significado de racismo. Además, hay que señalar que el paradigma de estas declaraciones son el colonialismo rampante europeo llevado a cabo en aquellas décadas en África, así como el apartheid, por lo que los interlocutores o a quienes se están dirigiendo estas declaraciones son los estados. Dicho de otro modo, hablar de anti-racismo implica definir qué estamos entendiendo por racismo, así como quiénes son los interlocutores de dicho antirracismo.

Pese a las fallas que presentó el Módulo, tenemos que reconocer que nos permitió poner énfasis en opresiones o cuestionamientos poco explorados, como quiénes son las personas blancas en México, qué significa ser blanco en este país o cómo ciertas prácticas culturales y lingüísticas están relacionadas con la blanquedad2.

También, en esta convención el racismo fue entendido como un “atentado a la dignidad humana y se afirma que cualquier doctrina que proclame la superioridad racial es falsa, dado que obstaculiza las relaciones pacíficas y amistosas entre las naciones3 (Oficina de Alto Comisionado de las Naciones, 1965, p. 1). Esto quiere decir que el anti-racismo era todo aquel que se enfocaba en desmentir argumentos de superioridad racial, así como la relación entre los Estados nación.

Años después, en la primera Conferencia Mundial de la Lucha contra el Racismo y los prejuicios raciales celebrada en Ginebra en 1978, además de retomar el documento de 1963, en el artículo 2º se definió lo que en aquel entonces se entendía por racismo como una plaga, manifestaciones de odio que conducían a prácticas como el colonialismo y que la expresión extrema del racismo se materializaba mediante el apartheid. Hay que señalar que, a diferencia del documento de 1963, se deja del lado el elemento histórico de la racialización o, dicho de otra forma, la construcción histórica de las ideas entorno a lo racial.

Hasta aquí, ambos documentos no explicitan el racismo de forma clara, sin embargo, nombran la lucha contra el racismo de otras formas. En esto coinciden el contexto anglo de las convenciones internacionales con el contexto latinoamericano, particularmente, el mexicano. Por ejemplo, en 1981 Guillermo Bonfil Batalla denunció el genocidio en contra de pueblos indígenas, no solo de sus culturas –genocidio cultural– sino la muerte misma de los pueblos originarios. De ahí que 1981 fuera un parteaguas para acuñar los términos etnocidio (etnia+genocidio) y etnodesarrollo (etnia+desarrollo) (La unesco y la lucha contra el etnocidio…, 1981).

Me permito hacer una pausa para reflexionar si el propio término etnodesarrollo no era una forma de antirracismo que intentaba visibilizar, según el documento, una temporalidad referencial apuntando que el genocidio cultural y etnocidio sucedía desde la invasión europea, lo que ocasionó la negación o distorsión de la historia de los pueblos indígenas así como la negación de su propia existencia, por tanto, se exigía el reconocimiento universal de los derechos de “los pueblos, naciones y etnias indias de América Latina […] dado que son titulares de todos los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales” (La unesco y la lucha contra el etnocidio…, 1981).

Hasta aquí, en los documentos oficiales de la onu y la Unesco el término de anti-racismo/antirracismo no aparece como tal; sin embargo, eso no quiere decir que no se tuvieran intenciones de lucha contra el racismo. Lo que deseo enfatizar es que, contrario a lo que hoy se dice, el término anti-racismo/antirracismo no aparece vinculado a las estrategias del Estado como una de las formas de combatir la desigualdad y, en general, las opresiones.

Smith y otras mujeres que se autoidentificaban como negras y lesbianas en 1974. El manifiesto se refiere al antirracismo como una serie de estrategias para desarrollar/hacer política y tomar distancia de los movimientos de liberación que no incluían a personas no blancas como el feminismo o el movimiento de las mujeres. De ahí que el anti-racismo que propuso el Combahee River Collective Statement entrelazado con el anti-sexismo, reconociendo la heteronormatividad y la opresión económica que estaban bajo el manto del capitalismo (Combahee River Collective, 1977).

Dicho de otro modo, el concepto de antirracismo en bastante nuevo en México y en Latinoamérica. Su uso conceptual como herramienta política no radica en las instituciones del Estado ni mucho menos en los organismos internacionales, sino en los colectivos activistas, de corte feminista, negra, lésbico y anticapitalista.

Desde la crítica formulada por los estudios culturales, el sociólogo británico, Paul Gilroy (1990) señaló que cuando no se tenía claridad sobre conceptos como racismo, antirracismo o cuál es el comportamiento institucional frente al racismo había una crisis del lenguaje político. Dicha crisis era consecuencia de que las estrategias e iniciativas antirracistas habían sido cooptadas por una ideología conservadora con el fin de homogeneizar a las comunidades no solo negras sino hindúes o asiáticas del Reino Unido, mientras que nociones como raza, racismo o antirracismo/span> habían sido desplazadas por discusiones como cultura e identidad. Dicho de otro modo, la crítica que Gilroy formuló señalaba también que las discusiones sobre racismo o antirracismo habían sido desplazadas por cuestiones culturales, identitarias o étnicas. Así, se refirió a esta situación/discusión y cooptación del antirracismo por parte de las ideologías conservadoras como el fin del anti-racismo.4 Cuando el proyecto de la interculturalidad oficial se puso en operación en 2000-2001, tres años después se inauguró la primera universidad intercultural en el Estado de México. Las universidades interculturales abrieron la discusión sobre la imposición que el sistema educativo mexicano hacía a las comunidades indígenas no solo en niveles básicos, sino que dicha imposición se hacía más sutil y perniciosa conforme se acumulaban años de escolaridad o en la profesionalización. Esto llevó a algunos antropólogos al debate sobre cómo leer y analizar los procesos de profesionalización que el Estado mexicano hacía de las poblaciones indígenas. Uno de esos análisis llevó a la discusión sobre las gramáticas de la diversidad.

Cuando el proyecto de la interculturalidad oficial se puso en operación en 2000-2001, tres años después se inauguró la primera universidad intercultural en el Estado de México. Las universidades interculturales abrieron la discusión sobre la imposición que el sistema educativo mexicano hacía a las comunidades indígenas no solo en niveles básicos, sino que dicha imposición se hacía más sutil y perniciosa conforme se acumulaban años de escolaridad o en la profesionalización. Esto llevó a algunos antropólogos al debate sobre cómo leer y analizar los procesos de profesionalización que el Estado mexicano hacía de las poblaciones indígenas. Uno de esos análisis llevó a la discusión sobre las gramáticas de la diversidad.

Aquí entiendo por gramática no solo el sistema de signos estructurado que organiza nuestros pensamientos sino en el sentido chomskiano, cuando este dice que la gramática es un sistema finito, es decir, definido o identificado, que genera o nos da el potencial de generar indefinidas, múltiples y desconocidas interpretaciones. En este sentido, Dietz acuñó el concepto de gramática de la diversidad como los tres ejes –sistemas finitos y definidos– para poder leer el mundo diverso en el que vivimos, particularmente el que concurre en espacios educativos. Es decir, Dietz (2017) propone una gramática de la diversidad como un lente analítico para referirse, reflexionar y proceder ante la diversidad. Los tres ejes que este propone son: 1) el eje sintáctico, 2) el eje semántico y 3) el eje pragmático.

Esto quiere decir que el primer eje (sintáctico) nos permite leer la manera en que se estructura la igualdad o la desigualdad y la forma en que las sociedades están organizadas; en este eje podríamos mencionar la manera en que el racismo estructural o institucional ocurre en todas las sociedades. Es decir, se refiere a las prácticas racistas que subyacen y se repiten constantemente, de manera que organizan sociedades entorno a quién recibe recursos materiales y simbólicos y quién no o, dicho de otra forma, quién o qué grupos viven el racismo y quiénes reciben privilegios.

El segundo eje se refiere a la construcción de sentido o discurso que las personas hacen sobre su propia historia, su comunidad, sus vivencias, sus múltiples identidades. Desde el punto de vista de la gramática de la diversidad, hace referencia a la construcción discursiva que las personas hacemos de nuestra propia cultura o quiénes somos; es decir, es una construcción discursiva de lo intracultural. Desde la perspectiva del racismo y el antirracismo, el eje semántico se refiere a la identidad propia y la manera en que vivimos de forma encarnada dicha identidad. Largos debates han suscitado casos en donde grupos de personas pueden identificarse como orgullosamente indígenas, afrodescendientes, costeñas o con un sinfín de etnónimos, pese a que la cultura hegemónica no necesariamente corresponda con un trato digno. De ahí que el eje intracultural o semántico nos dice cómo las comunidades o grupos viven su identidad y las vivencias personales del racismo.

De acuerdo con la gramática de la diversidad, el tercer eje es el pragmático, la praxis de la interculturalidad o del antirracismo. Este deviene de una mezcla del primero y del segundo, donde las prácticas estructurales se mezclan con las prácticas intraculturales o semánticas de cada comunidad, grupo o personas. Es decir, es la praxis de comunidades y las contradicciones que ahí suceden lo que explica cómo actúa lo estructural y, por consiguiente, lo institucional, con los sentidos que le damos a nuestra identidad. Este tercer eje, nos advierte Dietz, no es liso ni busca congruencia, sino que tiene pliegues y está sujeto a reformulaciones constantes; es decir, así como la gramática generativa planteada por Chomsky, puede tener infinitas interpretaciones.

Por su parte, Moreno Figueroa y Wade reconocen las distintas lecturas y usos que se ha hecho del concepto de gramáticas no solo en la disciplina de la lingüística sino también en la sociológica. Tal es el caso de las gramáticas raciales de Eduardo Bonilla-Silva (2012), que usa para referirse a la predominancia de la supremacía blanca y su rol en las prácticas de dominación en sociedades como la estadounidense. También hacen referencia a las gramáticas de identidad/alteridad apuntadas por Gerd Baumann y Andre Gingrich (Wade y Moreno Figueroa, 2021). Ambos autores traen a cuenta el término gramáticas alternativas para hacer referencia, justamente, a las infinitas posibilidades/interpretaciones que las sociedades le dan a sus vivencias del racismo y a las formas de eliminarlo, contrarrestarlo o interrumpirlo. Deseo enfatizar el significado de infinitas posibilidades, dado que, apuntando a lo mencionado por Dietz en su segundo eje, las maneras de significar el racismo no son estáticas y dependerán de las vivencias precisas de cada comunidad o persona.

Dicho de otro modo, por ejemplo, pensemos en la posibilidad de que, visto desde una perspectiva sintáctica o subyacente, se puede considerar racista el tratamiento que los libros de texto a nivel nacional le dan a las poblaciones negras o afro, dado que es nulo el abordaje que hacen estos materiales de estas comunidades y personas. Al mismo tiempo, una persona negra o afro no necesariamente puede experimentar como racismo el tratamiento que dichos libros hacen de esta, sino que las infancias afro le pueden dar más valor al hecho de, por fin, estan presentes en los libros de texto. Es decir, la significación que esta puede hacer dependerá de su particular y diversa experiencia de vida. Con ello deseo enfatizar en este apartado que una de las infinitas posibilidades que nos ofrece hablar de gramáticas tanto en los debates de la interculturalidad como del antirracismo es encontrar estas infinitas y contradictorias posibilidades o construcciones de sentido e interpretación.

Sobre el racismo epistémico y el racismo lingüístico: la interculturalidad como ventana de comprensión

Como mencioné líneas arriba, desde hace siete años sucedió una especie de efervescencia entorno al tema del racismo y, de forma más reciente, del antirracismo en México. Eso no quiere decir que las discusiones hayan sucedido de forma tan reciente. Como bien lo documenta Moreno Figueroa (2016), estas se pueden rastrear hasta fines de los cincuenta, pero con una notoria alza en la década del levantamiento zapatista y posteriormente otro a inicios del siglo XXI con la participación de México en los foros del Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial. Pese a estos esfuerzos y al boom experimentando a partir de 2017, las estrategias antirracistas siguen presentando reveses y retrocesos. En este sentido, es pertinente señalar ¿qué es lo que la lucha antirracista en México puede aprender de las discusiones sobre interculturalidad y educación intercultural en México? Aquí propongo algunas pistas:

La lucha antirracista en México precisa cuestionarse el racismo epistémico, sobre todo el antirracismo mainstream desplegado en las redes sociales e instituciones gubernamentales y que, particularmente, presentan un centralismo en el país. Según algunos autores, el racismo epistémico es la semilla de todo racismo, ya que parte de la idea de equiparar a ciertos seres humanos con lo animal, y de ahí sostener que son irracionales y, por lo tanto, carentes de inteligencia (Grosfoguel, 2011).

Además, como ha señalado Nogueira Beltrao (2023) en su trabajo, pedir que sean las comunidades indígenas (o afro/negras) las que tengan formas creativas, propuestas o alternativas de resistencia o lucha es una forma de racismo/sexismo epistémico, dado que dicha petición implica invisibilizar que las comunidades y pueblos racializados has sido víctimas negativamente de procesos de desacumulación no solo material sino también epistémica. En este sentido, la interculturalidad y los procesos interculturales son complejos y reconocen o han puesto en el centro que una lucha es desmontar el racismo epistémico no solo de los sistemas educativos o comunales, lo que se traduce en buscar estrategias que provincialicen las formas de lucha, así como los saberes que las generan (Chakrabarty, 2000). Es decir, atendiendo al trabajo de Dipesh Chakrabarty, privincializar significa desnaturalizar las narrativas occidentales y eurocentradas, esto es, desplazar las estrategias antirracistas mainstream que están relacionadas con aquellos pilares que sostienen al racismo epistémico, como la racionalidad, lo ecuánime o lo neurotípico.

En segundo lugar, la lucha antirracista precisa poner al centro el racismo lingüístico. De acuerdo con Oyèrónkẹ Oyěwùmí, nociones estructurantes de sociedades plurilingües o en situaciones de bilingüismo o diglosia, la lengua se vuelve fundamental para organizar sociedades. En su libro La invención de las mujeres, Oyěwùmí (2017) apunta que aquellos conceptos derivados de la categoría género/gender proveniente del inglés, influenciaron en las sociedades yorubas en la creación y funcionalidad de categorías como mujer/hermana/señora/señorita, etcétera, conceptos antes inexistentes, y que más que atender a la diferencia de género se atendía la diferencia de edad, a la senioridad. Dicho de otro modo, la colonización lingüística no sólo implica la generación de procesos de desplazamientos lingüísticos, sino un cambio de mentalidad en la cultura y forma de ser de las personas. Por tanto, seguir generando estrategias antirracistas monolingües es fomentar el racismo lingüístico e invisibilizar que en México y en general en América Latina se habla una diversidad de lenguas que son potenciales fuentes de creación y acción política antirracista y, por lo tanto, lingüística. Seguir luchando contra el racismo de manera monolingüe implica continuar sosteniendo uno de los pilares fundamentales del racismo y de la blanquedad como sistema.

¿Qué puede aprender la interculturalidad de la lucha antirracista?

Antropólogos, demógrafos y sociólogos han discutido en México el rol que juega el color de piel en la experimentación de las desigualdades materiales y simbólicas. Nociones como pigmentocracia no son nuevas. De hecho, la categoría se ha usado en América Latina desde casi ochenta años cuando en 1944 el antropólogo chileno Alejandro Lipschutz acuñó el concepto para referirse a las inequidades surgidas tanto de categorías raciales como indígena/negro/afro así como su cruce con el color de piel (Telles, 2014). Desde entonces y durante varias décadas, el concepto o la idea central se ha aplicado a estadísticas nacionales como los censos en Brasil. En México, usar el dato del color de piel para ver qué desigualdades experimentan las personas –aunado a categorías raciales– se aplicó a partir de 2010 con la investigación conocida como Project of Ethnicity and Race in Latin America (por sus siglas en inglés, perla). A través de una paleta de once colores creada por el antropólogo colombiano Fernando Urrea, se tuvo el siguiente hallazgo: 1) el primer motivo por el cual una persona puede experimentar desigualdades es el color de piel, 2) después viene ser hablante de una la lengua y 3) la adscripción a un pueblo originario

Si bien la interculturalidad5 ha puesto énfasis en las poblaciones originarias y, de manera más reciente, en las personas negras y afro, tomar en cuenta el color de piel no es algo que se tenga en el centro. Esto ha implicado que se metan bajo la alfombra discusiones sobre por qué personas de pueblos originarios con la piel clara y con un dominio de la variante hegemónica del español tengan más cuórum, aceptación o, incluso, cabida en las lógicas de poder de la blanquedad o del poder institucional, comunitario o familiar. Por supuesto, los efectos del color de piel en las relaciones sociales no se dan en vacío. Este siempre está entretejido con otros elementos como el género o la clase social. Discusiones como estas ya han sido abordadas por expertos desde hace más de seis años (Hale, 2018; Saldívar, 2018; Shlossberg, 2018). Esto me lleva al segundo punto o potencial aprendizaje que la interculturalidad puede tomar de las luchas antirracistas.

Es cierto que no podemos hablar de una sola forma de poner en práctica la interculturalidad, tampoco que la interculturalidad/interculturalismo sea algo monolítico. Sin embargo, las luchas antirracistas en diversas partes de las Américas reconocen desde hace ya varios años que toda opresión nunca viene sola, o dicho de otro modo, que siempre es interseccional. Kimberlé Crenshaw acuñó el término para hablar desde el ámbito de lo jurídico y laboral la multiplicidad de opresiones que experimentaban las mujeres negras en Estados Unidos. Viveros Vigoya retomó la idea y explicó la manera en que se entretejían las ideas raciales con las de género y la forma en que ambas (el género y la raza) eran construcciones sociales pero con consecuencias materiales muy reales (Viveros Vigoya, 2016).

En este sentido, las luchas antirracistas en México han aprendido que tienen que ser interseccionales desde su nacimiento y durante toda su práctica porque si no, pierden sentido y fuerza. Por su parte, la interculturalidad no ha logrado poner en el centro la perspectiva interseccional o la imbricación de opresiones, salvo cuando se habla de mujeres (biológicas), cayendo en ecuaciones como que género es igual a mujeres. Además, las luchas antirracistas desde el activismo han realizado un arduo y doloroso trabajo en el reconocimiento de las heridas históricas producidas por el racismo no solo a nivel cotidiano, como el miedo de jóvenes negros a ser asesinados por la policía, sino a nivel más profundo, como el trauma o la salud mental. Abordar la dimensión emocional en la interculturalidad se vuelve apremiante si lo que se quiere es potenciar las luchas por la justicia.

Conclusiones

Quisiera cerrar este artículo exponiendo que ante el boom del multiculturalismo y de la interculturalidad durante la década de los noventa y principios del siglo XXI sucedieron fuertes debates sobre si había que tomar distancia de lo cultural y hablar más en términos raciales, o bien, si la discusión en términos raciales para combatir las desigualdades era solo una influencia anglosajona. Con este texto, lo que quise demostrar es que no tenemos que tomar una posición u otra sino conciliar ambas y encontrar rutas comunes para crear mundos más equitativos, con justicia social y con perspectiva de restauración histórica.

Como expuse a lo largo del texto, esos puentes de diálogo son diversos y van desde el surgimiento conceptual de las luchas (interculturales y antirracistas), pasando por la apropiación que las instituciones han hecho de estas. Durante este trayecto ambos debates convergen en que las resistencias son diversas pero también complejas y con múltiples potencialidades; para ello nos sirve retomar el concepto de gramáticas, del cual tanto la interculturalidad como el antirracismo echan mano. Sin embargo, también están las divergencias que no nos deben obligar a tomar partido por un debate u otro sino revisar qué podemos aprender de la ruta ya caminada (como la interculturalidad) para potenciar los diferentes antirracismos de México. En ese sentido, señalé el trabajo que la interculturalidad ha hecho contra el racismo epistémico y lingüístico. De igual manera, pese a que las luchas antirracistas explícitas en México son jóvenes, estas también han demostrado que el color de piel sí importa, no solo en términos de sus consecuencias materiales, sino que existe una dimensión emocional que moldea la forma en cómo nos paramos frente a las injusticias, o bien, frente a procesos de liberación y contra la opresión.

Referencias

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