Propiedad de la tierra y derecho agrario: de las misiones
jesuitas a las haciendas en Sonora, México, de los siglos
XVIII-XX
Land ownership and agrarian law: from Jesuit missions to
haciendas in Sonora, from the 18th to the 20th century
Resumen
En el presente texto se hace un análisis del complejo proceso por el cual se dio la privatización de la tenencia de la tierra en lo que hoy es el estado de Sonora, México. Las reformas borbónicas implementadas en la región en el siglo XVIII son uno de los principales antecedentes. El objetivo fue hacer de cada indígena un propietario con la capacidad de pagar impuestos a la Corona; su implementación estuvo vinculada al proyecto de evangelización y colonización del noroeste. Estas reformas son el fundamento para la estructura jurídica que se implementó en el México independiente y posteriormente en el periodo postrevolucionario.
La cancelación de la propiedad comunal vía la parcelación de la tierra fue la base desde la cual se instrumentaron diferentes estrategias que estuvieron vinculadas al tránsito de la estructura agraria, promovida por las misiones jesuitas, a la propiedad privada, que defendieron la haciendas y los hacendados del siglo XIX, como actividad y fundamento económico para el proyecto de colonización del Desierto de Altar. El despojo, la expulsión del territorio y la proletarización de la mano de obra de las comunidades originarias son algunos de los resultados que la transformación aludida ha tenido, pese a las reformas agrarias que fueron promesa de la Revolución.
Palabras clave: territorio, tierra, reformas borbónicas, derecho agrario.
Abstract
This paper analyzes the complex process of the privatization of land tenure in what is now the Mexican state of Sonora. Constituting the main background are the Bourbon reforms implemented in the region in the eighteenth century, whose aim was to make indigenous persons landowners with the ability to pay taxes to the Crown. The implementation of the reforms was linked to the projects of colonizing and evangelizing this northwestern region. The reforms constitute the foundation of the legal structure implemented by independent Mexico and consolidated thereafter in the post-revolutionary period.
The elimination of communal property through the parceling of land underlay various strategies promoted by the Jesuit missions to transform the agrarian structure into one of private ownership. These strategies worked in favor of nineteenth-century haciendas and landowners, as a basis and model of economic activity in the colonization of the Altar Desert. Dispossession of lands, expulsion from the territory, and the proletarianization of the workforce of the original communities have been some of the results of this transformation, in spite of the agrarian reforms promised by the Mexican Revolution.
Keywords: territory, land, Bourbon reforms, agricultural law.
A manera de introducción
Para la cruzada evangelizadora, el territorio fue sinónimo de enriquecimiento mediante la explotación de recursos naturales con fuerza de trabajo indígena; a su vez, estos indígenas fueron obligados a modificar sus espacios y toda relación que tenían con ellos (Paz Frayre, 2014). El toque de campana de los evangelizadores determinó las dinámicas de los pueblos con los que se encontraron: se limitó la movilidad estacional de su territorio-espacio aún más de lo que estaba por los límites impuestos por las tribus enemigas (Nentvig, 1764; Pfefferkorn, 1983).
La tenencia de la tierra del proceso de evangelización del estado de Sonora, México, devino en la construcción de la propiedad privada, que a su vez sustentó la construcción del Estado nación contemporáneo. La aplicación de las reformas borbónicas convirtió a los indígenas en propietarios y ciudadanos capaces de pagar impuestos y contribuir a la Corona (Paz Frayre, 2014). Desde esta perspectiva, el territorio ha jugado un papel de capital importancia, como contexto y como herramienta para la materialización de un proceso de construcción geopolítica que tiene como resultado la definición de fronteras y la demarcación de territorios desde un marco jurídico.
El primer proyecto oficial de repartición de tierra, o fragmentación-delimitación del territorio, supuso un gran problema para el noroeste del país en tanto que implicó la sedentarización de las comunidades originarias (Paz Frayre, 2014). Los indígenas respondieron a ello con alzamientos, exigiendo disponer de un territorio sin condiciones como se tenía originalmente (Mirafuentes & Máynes, 1999); esto se convertiría en el sustento del proyecto posrevolucionario.
Ahora bien, la indiferenciación que se desprende de estos proyectos ha buscado homogenizar a los indígenas que han habitado el noroeste de Sonora. Ellos han sido testigos de complejos procesos de transformación que invariablemente han tenido como eje articulador el territorio (Bolton, 2001; Kino, 1989). Los paganos, como fueron llamados por los jesuitas, han habitado el noreste de Sonora y sur de Arizona desde tiempos inmemoriales, y su territorio estaba signado a partir de la relación con su entorno, con el desierto.
La vida cotidiana se materializaba a partir de la disposición de recursos clave en el desierto, principalmente el agua y el alimento. A la llegada de los jesuitas, esto se transformó paulatinamente y la tierra comenzó a verse desde otra perspectiva: la relación que los indígenas tenían para con su entorno se vio alterada a tal grado que se introdujeron como formas de vida la agricultura a gran escala y la ganadería (Pfefferkorn, 1983; Segesser, 1991).1
Las reformas borbónicas representaron un primer intento por hacer pensable un territorio en términos de un proceso civilizatorio occidental del cual la cruzada evangelizadora, emprendida por la Compañía de Jesús, fue la punta de lanza. Las reformas borbónicas no pueden analizarse sin el componente religioso vinculado con la propiedad privada de la tierra. Este proceso de privatización requirió antes de la modificación de estructuras sociales.
El desplazamiento de las lenguas locales significó la fractura de tradiciones y la imposición de la historia como un proceso lineal facilitó la modificación de las memorias en función de otros marcadores temporales. La propiedad privada de la tierra significa mucho más que ser el dueño de determinado espacio de tierra, tiene detrás de sí un complejo concepto de hombre, de vida, de tiempo y de trabajo.
Las reformas borbónicas fueron un proyecto que no se concretó en lo inmediato, pero que sentó las bases para la posterior configuración de un territorio dentro del cual el individuo tuvo un papel importante. La relación que se estableció entre individuo-propiedad-tierra materializó los deseos de una nación por definirse y, paradójicamente, los puestos ideológicos de los que parte toman a la tierra como ese capital simbólico que remite a un pasado indígena lleno de gloria.
La tierra a partir de las reformas borbónicas se vio significada desde un claro proyecto económico en el cual el individuo es el garante. Es decir, no se trata a partir de esta propuesta de que pueda darse la posesión de la tierra a comunidades de indígenas, sino que la tierra define a un poseedor y por tanto a un individuo, el cual cobra un nuevo estatus definido desde el derecho que le brinda la propiedad de una parcela de tierra que es amparada por una institución judicial.
En este sentido, la institución que implica la propiedad privada de la tierra es la base para definir la individualidad jurídica del sujeto. En otros términos, la propiedad de la tierra desde este referente sujeta al poseedor, en tanto individuo jurídico, a contribuir de manera consciente a la ratificación de las instituciones que se encuentran a su alrededor; la Corona fue una de ellas, el Estado nación es el que conocemos en la actualidad. La tierra se transforma a partir de los referentes legales y, por tanto, jurídicos que se encuentran a su alrededor. Se fortalece, como veremos, una relación estrecha que abarca elementos que le dieron un conjunto de nuevos significados al territorio. Analicemos el proceso de esta transformación.
Privatización y transformación: de las misiones a las haciendas
Durante la segunda mitad del siglo xvii, el sistema de población practicado en la región vía las misiones y los presidios entró en una fase crítica que se acentuó con la aplicación de las reformas borbónicas, dado que estas identificaron a la misión, a los misioneros y a los pueblos indígenas como el obstáculo a vencer para hacer un poblamiento real y efectivo que beneficiara a la Corona; es decir, que el rey tuviera súbditos y no protegidos, ya que los primeros le proporcionaban ingresos y los segundos, gastos.
De este modo, se determinó eliminar la misión en cuanto eje de colonización regional y avanzar en la privatización de la tenencia de la tierra. El aumento considerable de la población española o mestiza y la disminución de los pobladores indígenas eran un objetivo buscado desde las reformas borbónicas. Las nuevas políticas implantaron una nueva forma de colonizar; se otorgaron parcelas a soldados y a todo aquel que se quisiera avecindar en la región. Muchos mineros y gambusinos se dieron cuenta de que era mejor la explotación de la tierra que la incierta actividad minera, aunque se continuó con la búsqueda de metales preciosos.
Gran parte del comercio interregional consistía en la compraventa de productos como harina, cueros, sal y ganado vacuno, equino y mular, por lo que el mercado fue una presión importante para que se revalorizara la producción agropecuaria; con esto, se convirtió la posesión de la tierra en una presión social. Los gobiernos establecidos después de la Independencia coincidieron de manera plena con las medidas llevadas a cabo por las reformas aludidas, con lo cual la oligarquía regional consideró la tierra como una fuente de acumulación de riqueza. De este modo, la privatización de la tenencia de la tierra jugó un papel importante en la formación de la sociedad y economía de Sonora durante la primera mitad del siglo XIX, dado que la propiedad privada se convirtió en la principal forma de tenencia (Jerónimo Romero, 1991).
En este sentido, se estableció el régimen de pequeña propiedad con base en la Real Cédula al virrey de la Nueva España, regulando la venta y los precios de las tierras realengas en las provincias internas de la Nueva España y corrigiendo las circunstancias que habían concurrido al latifundio improductivo. En esta real cédula se establecía que se otorgarían mercedes de tres a cuatro sitios de ganado mayor a aquellas personas que demostraran tener grandes facultades para poblar y uno o dos sitios a los pobres. El objetivo de estas medidas era limitar el latifundio improductivo, pero, por otro lado, poblar la región (Jerónimo Romero, 1991).
Ahora bien, a través de la posesión de la tierra se buscaba hacer frente a la falta de población: se promovía a toda costa que las personas llegaran a avecindarse a la región. Sin embargo, las continuas entradas de los apaches en la zona mantenían alejada a la población; pese a la presencia del presidio de Janos, la inseguridad era una constante. La minería, aunque brindaba trabajo, no lograba formar grandes núcleos de población. Fue hasta después de la Revolución mexicana que se hizo posible la conquista del desierto de Altar y se introdujeron infraestructura y obras de riego con la finalidad de tecnificar la producción del campo (Del Río, 1996).
Durante el periodo de 1740 a 1769 la propiedad comunal era el tipo dominante; sin embargo, la propiedad privada comenzaba a ser una realidad. La mayor parte de los denuncios que se hacen entre 1740 y 1769 corresponden a la categoría de pequeña propiedad. Esto significa que los pobladores que iniciaban el proceso de colonización estaban alejados del mercado y, por ello, su pretensión inmediata no iba más allá de obtener tierra de cultivo que fuera suficiente para subsistir. En esta etapa, la mayoría de quienes solicitaban tierra era para dedicarla a la agricultura en pequeña escala.
Es preciso destacar que los primeros denuncios los hicieron los mineros, esto como una clara intención de subsanar las carencias motivadas por el monopolio de la tierra que tenían las misiones con la idea de continuar con el proceso de poblamiento de la región. De este modo, en Sonora se podía denunciar en dos lugares: en los pueblos de misión o en los reales mineros; los primeros por estar situados en las mejores tierras y los segundos por ofrecer un posible mercado —aunque no siempre eran los mejores lugares para realizar actividades agropecuarias, dadas las condiciones del medio físico—.
La legislación seguía exhortando a que no se molestara a los indígenas cuando se hicieran repartos o adjudicación de tierras, y para esto se expidió la Real instrucción, ordenando nuevas disposiciones sobre mercedes, ventas y composiciones de bienes realengos, sitios y baldíos. Para tal efecto, el documento establecía que los jueces deberían proceder
[…] con suavidad, templanza y moderación con procesos verbales y no judiciales en las que poseyeren los indios, y en las demás que hubiere menester, en particular para sus labores de labranza y crianza de ganados, pues por lo tocante a las de comunidad y las que están concedidas a sus pueblos para pastos y ejidos, no se ha de hacer novedad manteniéndoles en la posesión de ellos y reintegrándoles en las que les hubieren usurpado, concediéndoles mayor extensión en ellas, según la exigencia de la población, no usando tampoco el rigor con los que ya poseyeren los españoles y gentes de otras castas, teniendo presente para unas y otras lo dispuesto por las leyes 14, 15, 17, 18, 19 título 12, libro IV de la Recopilación de indias (Jerónimo Romero, 1991, p. 57).
Las reformas borbónicas buscaban un nuevo sistema de explotación colonial y para ello necesitaban fortalecer la administración, hacer rentable la recaudación fiscal, desprenderse de la dependencia de otras potencias y evitar la infiltración de estas en los dominios españoles. Para lograr tales objetivos era necesario evitar gastos y activar la economía de las diversas regiones que comprendía el imperio español.
En el caso de la frontera novohispana, la reordenación borbónica cobró especial sentido, pues se reforzó el sistema de defensa militar mediante la creación de la Comandancia de las Provincias Internas en 1776 y se reorganizaron y aumentaron los presidios. Con ello, se pretendía eliminar el peligro de las potencias europeas que ya amenazaban los límites del imperio y frenar a los apaches que a esta fecha representaban un serio problema. A nivel interno, se buscaba terminar con la dependencia de la Corona hacia las misiones, que hasta entonces habían marcado el avance del imperio español en la frontera y se pretendía que su lugar lo ocuparan los presidios y los colonos.
Se expulsó a la Compañía de Jesús en 1767 y, con ello, la Corona eliminó a los únicos representantes de la iglesia que podían ofrecer alguna resistencia a las reformas que ya iniciaban. Esta medida facilitó la transformación del patrón de poblamiento que se había seguido en la región, asunto que era de vital importancia, pues prácticamente no había pobladores españoles y ello ocasionaba que la Corona gastara fuertes sumas de dinero en mantener dominios que no le redituaban dividendos.
Para 1750 se tenía la certeza de que no se había aplicado el mejor método para el poblamiento de la zona; consecuentemente, se inauguró una nueva política tendiente a favorecer la creación y el fortalecimiento de las poblaciones mixtas en las que se daría a los pobladores todo tipo de oportunidades para que pudieran tener tierra bajo el nuevo régimen: la propiedad privada.
La transformación más profunda se dio a la llegada del visitador José Gálvez, quien se encargó de reglamentar y disponer lo que se haría con las misiones. Sus propuestas comprendían la destrucción del sistema comunal y la eliminación de ciertos privilegios para los indígenas, iniciándose el derrumbe del sistema misional. Se dispuso que las tierras de las misiones fueran repartidas en propiedad privada a los indígenas y se establecieron las dimensiones y características del fundo legal del poblado y las parcelas que en adelante deberían de servir para mantener a la iglesia y al párroco.
En estas disposiciones se ordenaba que al mismo tiempo se hiciera el reparto de tierras y se levantara el padrón de los habitantes de cada pueblo para cobrar los tributos de rey. En cuanto a las tierras, se determinó que debía resguardarse un fundo legal para el poblado, que debería de tener cuatro leguas —una a los cuatro vientos— y que todos los habitantes deberían establecerse definitivamente en ellos para vivir en los límites del pueblo.
Se dispuso que las tierras de la comunidad no deberían de exceder 80 000 varas cuadradas, extensión suficiente para sembrar una fanega de maíz; solo en poblados muy numerosos se aumentaría al doble. Sobre la distribución de tierras a los indígenas, se prescribió que se otorgaran tres suertes de tierra en propiedad privada a los capitanes, dos a los caciques, gobernadores y soldados, y una a cada cabeza de familia. Se instruyó que si algún natural tenía cultivado más de lo que le correspondía, según su condición, se le dejaría como premio, pero en caso de tener las tierras desamparadas por más de dos años se le quitarían (Pérez Taylor & Paz Frayre, 2007).
Con lo anterior, se desarticuló la comunidad indígena como unidad productiva dominante. Los rancheros y los hacendados que llegaron impusieron su estilo de vida y sus costumbres en la región. La ganadería y la agricultura adquirieron una importancia estratégica, propiciando un denuncio creciente de tierras, y los mineros y los gambusinos encontraron en la agricultura una actividad complementaria.
Por otro lado, se fomentaba el arraigo, dado que cuando se acababa el mineral en alguna zona esta era abandonada, no así con la tierra, dado que por ella se había tenido que pagar y, además, se le había invertido para hacerla producir. La agricultura se convirtió en un sector que favorecía la acumulación; de esta manera, la propiedad privada se fue instituyendo como dominante en la región, propiciando la llegada de colonos al desierto. El objetivo era el arraigo del capital, generándose una mayor necesidad de tierras, mano de obra, y una expansión del mercado. Es necesario decir que en todo momento la mano de obra la representaban los indígenas de la región.
Tierra y nuevos propietarios
Se puede hablar de tres diferentes tipos de propiedad de la tierra. El primero de ellos es relativo al fundo legal de los pueblos, así como a las tierras de uso común que eran ocupadas para el crecimiento del pueblo y para el beneficio de la población. En la mayoría de los pueblos ya había “gente de razón”, por lo que las tierras las podían utilizar tanto los que eran indígenas como los que no lo eran; el único requisito era vivir en el pueblo.
El segundo tipo se refiere a las tierras destinadas para el cultivo que eran otorgadas en propiedad privada a los habitantes de los pueblos con la condición de que se arraigaran en el poblado. Este tipo de adjudicación se hacía cuando se determinaba el fundo legal del pueblo, por lo que se hacía en conjunto, destinándose básicamente para la subsistencia de los beneficiados.
El tercer tipo lo constituían las tierras denunciadas ante el Estado para ser obtenidas en propiedad, denotando para su denuncio un interés que iba más allá de la mera subsistencia, dado que con las reformas borbónicas se había comenzado a entregar tierras a no indígenas. De este modo, los denunciantes podían comercializar parte de los productos de su tierra, aunque la mayoría de los denuncios hechos eran de tierra para cría de ganado mayor.
Las tierras del último tipo eran vendidas y había que cumplir una serie de requisitos para tener acceso a ellas: tener bienes y capital suficiente para cubrir los gastos que estas generaban era el primero de ellos. Tanto en la época colonial como en la independiente, los requisitos para hacer un denuncio de tierras fueron los mismos; los pasos a seguir eran los siguientes:
a) Hacer el denuncio formal ante el Juez de Distrito, de Justicia, o Tesorero General, de un terreno que se reconociera como baldío o, en su defecto que estuviera ocupado sin título de propiedad. b) La autoridad que recibía la solicitud debía analizar si el denuncio procedía. c) Se nombraba un Juez Agrimensor. d) El Juez a su vez, nombraba a los medidores, contadores, valuadores. e) Se procedía a realizar la medida del terreno, con citación de los vecinos interesados; los vecinos del terreno que se medía deberían mostrar sus títulos y tener sus mojoneras firmes y permanentes. f) Posteriormente el terreno se valuaba de acuerdo a los precios establecidos por la legislación. g) Se enviaban los documentos al pueblo más cercano, donde se pregonaban por 30 días que, a cuenta de la Hacienda pública, se vendía un terreno con determinadas características para que, en caso de que hubiera postores, se presentaran a hacer ofertas. En caso de que se presentaran ofertas, se otorgaba el predio a quien más ofreciera. h) Una vez adjudicado el terreno, el interesado debería demostrar, mediante la presentación de tres testigos confiables, que tenía bienes suficientes para poblar el terreno que quería comprar. i) Concluido este paso se enviaba toda la documentación al Fiscal de la Tesorería para que dictamina si el avalúo había sido correcto y si los testigos presentados eran lo suficientemente confiables para demostrar idoneidad de bienes. En caso de que esto no sucediera, el Fiscal proponía el precio que considerara correcto o, pedía nuevos testigos. J) Si se pasaba el trámite anterior se procedía a realizar una almoneda pública que se llevaba a cabo en la capital, se hacían tres pregones anunciando nuevamente el predio y solicitando postores. En caso de que no surgieran nuevos postores, generalmente se remataba el baldío al precio establecido, si había otros postores se hacían pujas para determinar quién se quedaría con el terreno. Si algún nuevo postor era el agraciado tenía que demostrar que poseía bienes suficientes para amparar la tierra. k) El interesado debía de pagar sus derechos a la Hacienda Pública, con los que cubría sus gastos de mesura, el papel sellado y el precio del terreno. El título era gratuito. l) Una vez cubiertos los derechos el denunciante tenía ya pleno derecho sobre la tierra. m) Posteriormente se enviaban todos los documentos a México o a Guadalajara para la ratificación del título. n) Finalmente, el denunciante recibía el título de propiedad. En dicho título se le otorgaba posesión plena, sólo se le condicionaba a mantener la tierra poblada, para cumplirlo cabalmente se le daban tres años de plazo. Pasado ese tiempo, sólo se consideraba como razón de despoblamiento las invasiones de los apaches y las rebeliones indígenas, y en ese supuesto, únicamente se daba de gracia un año después de la revuelta para que se volviera a poblar el lugar. De no ser así, el predio podía volver a denunciarse (Jerónimo Romero, 1991, pp. 109-111).
Como se puede deducir de los lineamientos citados, los indígenas tenían una gran dificultad en obtener la propiedad de una tierra siguiendo estos requisitos, pues carecían de muchos recursos. Asimismo, su atención no estaba en seguir este procedimiento, sino en defender sus tierras de los despojos de los denuncios; estas eran las más demandadas debido a su locación y fecundidad.
Los procesos administrativos para comprar una tierra cambiaron a partir del movimiento de Independencia del territorio mexicano, que fue un acontecimiento ajeno a los habitantes de Sonora. No obstante, las leyes instauradas después de este cambio político no se alejaron del antecedente de las reformas borbónicas. Los gobiernos estatales asumieron la responsabilidad de la gestión de la tenencia de la tierra y la federación solo atendió casos de las tierras de las corporaciones, particularmente las de la iglesia. Sin embargo, entre los asuntos que tenían que ser resueltos quedaba la parcelación de los solares de los pueblos, pues había tierras que no tenían un título de propiedad (Paz Frayre, 2014).
Los legisladores del Estado no solo se ocuparon de las tierras destinadas a la producción agropecuaria, sino también a las fincas urbanas, con lo que se pretendía integrar a sus moradores dentro del marco legal vigente y con ellos favorecer la colonización de todo el Estado. Así, el Congreso Constituyente del Estado Libre, Independiente y Soberano de Occidente sancionó en la Constitución la obligación del Estado de tramitar los asuntos relacionados con los terrenos y estableció la obligación de los ayuntamientos de fomentar la agricultura.
Bajo estos preceptos se decretó, el 11 de febrero de 1825, el proyecto de ley para deslindar los solares de los pueblos del Estado. En dicho decreto se establecen tres categorías para los solares: la primera correspondía a las tierras ubicadas en la cabecera de partido, la segunda, a las establecidas en la cabecera de parroquia, y la tercera, a las establecidas en pueblos subalternos. Para los solares de primera en cabecera de partido se establecía que se debían pagar seis reales por vara del frente principal; los de segundo orden, cuatro reales por vara, y los de tercer orden, un real por vara. Para los pueblos subalternos de primer orden se debían pagar dos reales; los de segundo orden, un real, y los del tercer orden, medio real por vara.
A las familias pobres que no tuvieran dinero para el pago de los derechos de su propiedad se les concedía tres meses de plazo para cubrir su adeudo. En caso de no cumplir en el término fijado, el terreno lo podía pagar cualquier ciudadano. Este pago por hacer se consideraba como un préstamo y, mientras tanto, se podía seguir viviendo en la propiedad con la obligación de pagar el crédito en un año con un interés del 5 % anual; si no lo hacía, se le obligaba a vender para pagar el préstamo. El objetivo final era ubicar a los habitantes de mayores recursos en el centro de los pueblos y en la periferia a los más pobres. Para el nuevo orden jurídico contaban únicamente los individuos y no las comunidades (Jerónimo Romero, 1991).
El 30 de septiembre de 1829 el estado de occidente emite una nueva ley para el repartimiento de los pueblos indígenas, reduciéndolas a propiedad particular. En esta, se insiste nuevamente en la necesidad de efectuar el deslinde de los fundos legales de los pueblos y la de repartir tierras en propiedad privada a los indígenas. La emisión de esta ley obedecía a la necesidad del Estado por deslindar las tierras de los pueblos y otorgar las excedentes a particulares que desearan denunciar tierras baldías. El primer artículo de esta ley reestablecía la vigencia de las leyes coloniales en torno al derecho que tenían los pueblos de indios a disfrutar sus tierras. Asimismo, reconocía que se habían usurpado tierras a los pueblos y que estas deberían ser restituidas a sus legítimos dueños. Aparentemente, se apelaba a la legislación que respetaba los derechos de los indígenas, aunque el artículo segundo señalaba que se les podían restituir o reemplazar sus tierras.
Art. 1.o El gobierno dará amparo y protección a los indígenas, para que se les restituyan o reemplacen los terrenos que les hayan sido usurpados contra el tenor de las leyes 9, 17, 18, 19 y 20 título XII, libro IV y ley 9, título III, libro 6.o de la recopilación y al decreto de las cortes generales y extraordinarias de 13 de marzo de 1811.
Art. 2.o Todo terreno adquirido con violencia y título vicioso será devuelto a sus legítimos dueños, sin que obste que los actuales poseedores aleguen que les hicieron mejoras o pretendan algún otro derecho que no esté consignado en títulos legítimos de posesión y compra (Jerónimo Romero, 1991, pp. 148-150).
Es interesante que en la legislación aludida se les está reconociendo a los indígenas la tierra como parte de su propiedad; no se mencionan los argumentos que se tienen para esta disposición, pero se establece que se les ha de brindar amparo y protección. Sin embargo, el artículo es muy claro en este sentido: la tierra puede ser restituida o reemplazada, es decir, si esta ya ha sido demandada por algún particular y había sido otorgada previo pago de derechos por parte del demandante, a los indígenas se les reemplazaría la tierra en algún otro lugar diferente en el que hubiera estado ubicada.
Aparentemente, la legislación tiene como objetivo dar amparo y protección a los indígenas; no obstante, a quienes está protegiendo es a los particulares, dado que al ser estos los dueños de las tierras no estarían obligados a devolverlas a sus dueños. Si fuera este el caso, se efectuaría un reemplazo, logrando a través de este desplazar a los indígenas de sus propiedades originales a otras zonas del poblado, generalmente a los extremos. Con estas medidas, el Estado se fortalecía como dueño absoluto de la tierra y podía tener la disposición de brindar protección a quienes consideraba parte del proyecto civilizatorio que buscaba instaurar en el norte, es decir, los particulares que podían pagar por la tierra que adquirían.
Al Estado le interesaba poblar de manera definitiva el desierto; la propiedad de la tierra era una de las posibilidades para esto. Por tanto, la legislación protegería a quienes estaban inmersos en este proyecto de colonización, el cual implicaba, necesariamente, hacer producir la tierra en gran escala. La producción de autoconsumo nunca ha sido un proyecto que al Estado pueda interesarle promover. Así, las decisiones finales sobre la propiedad de la tierra han quedado en manos del Estado laico y liberal, cuya preocupación respecto a los indígenas era básicamente promover el arraigo de la mano de obra que el proyecto de colonización del desierto requería.
Otro aspecto relevante es el estatus jurídico de los pueblos. Se emitieron durante este periodo varios decretos que cambiaban el rango de pueblo por el de villa. Para este cambio, por regla general, se modificaba la categoría del lugar cuando los habitantes de un poblado eran en su mayoría no indígenas. Con esto, se definieron los instrumentos legales con los que se reordenaba la ocupación de la tierra y los patrones de poblamiento de los años siguientes. Este tipo de categorías impactaron de manera importante en las solicitudes de tierra que se hicieron en la región, dado que determinaban si se les otorgaba a los individuos la capacidad jurídica para obtener el reconocimiento de la tierra en la cual se encontraban asentados.
Finalmente, se trataba de una serie de contradicciones en torno a la propiedad de la tierra, pese a la legislación que se había generado al respecto. Por ejemplo, el caso omiso que se hizo a la ley emitida por el congreso del estado el 22 de julio de 1835 en el Decreto n.o 78: “No hay diferencia alguna entre los indígenas, ya estén bajo campana, o ya con el nombre de ciudadanos. En consecuencia todos deben disfrutar de las tierras de sus respectivos pueblos” (Jerónimo Romero, 1991, p. 170).
En este sentido, se estableció que no existían diferencias que promovieran el beneficio de algunos en detrimento de los derechos de otros; sin embargo, en la práctica, las cosas fueron muy diferentes. El proyecto de colonización del desierto permitió que en el reparto de tierras se perjudicara de manera importante a los indígenas al dejarles sin tierra o a moverlos a otras que se encontraban en las peores condiciones, es decir, sin agua, con lo cual las posibilidades de subsistencia eran mínimas.
La alternativa fue la movilidad que generaban los placeres de minerales y la migración como mano de obra barata a las plantaciones agrícolas de los Estados Unidos. El siglo XIX, en términos de legislación agrícola, sentó las bases para la consolidación de latifundios agrícolas en la región, con una clara protección del Estado. Se buscaba por todos los medios el arraigo de la población en la zona como una manera para contener los ataques de los apaches y, por otro lado, para generar por medio de la agricultura las condiciones que permitieran un despunte económico de la región.
Estado nación moderno y tenencia de la tierra
La propiedad de la tierra fue el detonante de un proyecto económico y político que buscó aglutinar en torno suyo a los grupos indígenas de la región. El problema surgió en el momento en el que se confrontaron la concepción de tierra y de territorio. Para el proyecto civilizatorio la tierra era la base de una producción de excedentes que buscaría necesariamente consolidar intereses de grupos políticos privilegiados por el Estado, los cuales llegarán a consolidar oligarquías regionales. Para los grupos indígenas la tierra tenía otro significado: era la base de un sustento, ya fuera a través de la recolección, de la caza o de la agricultura de autoconsumo que varios de estos grupos practicaban. Por tanto, se trata de intereses y concepciones muy diferentes; el nuevo Estado laico y liberal buscó fortalecerse a partir del apoyo que brindó a algunos en claro rechazo por el interés de los otros.
Los representantes del porfirismo, sin romper con la tradición liberal presente en las Leyes de Reforma, tenían una idea clara del proyecto a desarrollar. La empresa estaba fundamentada en el progreso capitalista de algunos países europeos y, siguiendo su ejemplo, se pretendía conducir a México hacia una forma superior de sociedad. Los campesinos y los indígenas, ligados a sus costumbres y tradiciones, representaban el obstáculo para el progreso.
En Sonora, como en muchas otras entidades del país, se proyectaba la trasformación de las economías de autoconsumo de las comunidades originarias. La estrategia consistía en proyectar esta economía hacia mercados más amplios y para eso era necesario que desaparecieran las formas comunales de tenencia de la tierra y, en consecuencia, abrir al cultivo a gran escala las tierras que estaban en manos de las comunidades indígenas.
A partir de lo anterior, el porfirismo tuvo claros tres lineamientos con relación a la tierra que estuvieron también apoyados por Venustiano Carranza, Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles: la modernización económica, el reforzamiento del sector agrícola privado y el desmantelamiento de la propiedad comunal. La puesta en práctica de la reforma agraria a nivel nacional se convirtió en el instrumento político que permitió a los revolucionarios consolidar sus objetivos porque, a partir de ella, se logró la estabilidad y pacificación del país, estableciéndose con esto una alianza estratégica con los campesinos (Maya Carranza, 2009).
La política de Porfirio Díaz con respecto a las comunidades indígenas, sobre todo en cuanto a tenencia de la tierra, se caracterizó por la Ley de Desamortización del 25 de junio de 1856, conocida como Ley Lerdo. Con esta ley las corporaciones civiles y eclesiásticas quedaban sin facultades para poseer, adquirir y administrar bienes territoriales. La propiedad comunal de las comunidades originarias quedaba comprendida entre las corporaciones civiles y, al quedar proscritas, se implementó su reparto. La Ley Lerdo no pudo aplicarse cabalmente en el país sino hasta después de 1880. La tierra que se repartía pertenecía al ejido de cada pueblo y era, en muchos casos, el último reducto de la propiedad comunal.
El reparto de los ejidos se realizaba siguiendo un reparto más o menos regular: la legua cuadrada de tierra, que teóricamente formaba parte de cada poblado. La tierra era medida, fraccionada y adjudicada en lotes a los habitantes de los pueblos sin tomar en cuenta su origen indio, mestizo o blanco y sin considerar tampoco si eran ya propietarios. Este sistema de repartos, al menos en algunos de los pueblos de Sonora donde se realizó, dio origen a una serie de abusos en contra de las comunidades originarias y favoreció la concentración de la tierra. Ahora bien, además de la Ley Lerdo, la denuncia de terrenos baldíos fue otro mecanismo utilizado para la apropiación de estas tierras; en la región se recurrió a ella para obtener las tierras de los yaquis y de los pápagos (Figueroa Valenzuela, 1997).
El 6 de enero de 1915 fue promulgado, por Venustiano Carranza, el primer intento legal de alcance nacional que pretendía dar una respuesta al movimiento agrario. Dicha ley reconocía que diversos pueblos, rancherías y comunidades indígenas del país habían sido despojados de sus tierras al amparo de las leyes relativas a la desamortización de la propiedad corporativa de terrenos y baldíos de colonización, por lo que estatuía la restitución de tierras a los afectados siempre y cuando presentaran los títulos de propiedad que justificaran sus derechos.
La legislación también establecía que los pueblos, rancherías y comunidades indígenas que carecieran de ejidos fueran dotados de ellos. Esta ley, al igual que las leyes liberales que la antecedieron, no reconocía el derecho a la tenencia comunal. En su artículo 11 establecía lo siguiente: “Una ley reglamentaria determinará la condición en que han de quedar los terrenos que se devuelvan o adjudiquen a los pueblos y la manera y ocasión de dividirlos entre los vecinos, quienes entretanto los disfrutarán en común” (Contreras & Tamayo, 2002, p. 180).
De acuerdo con lo anterior, se restituían las tierras o ejidos a los pueblos como un acto de justicia de la Revolución, pero posteriormente la tierra debería ser dividida en parcelas privadas, con lo cual jurídicamente no se reconocía la propiedad comunal ni las formas de organización colectiva de trabajo de los pueblos indígenas. Si bien la ley agraria de 1915 estipulaba la devolución de las tierras usurpadas a los pueblos y la dotación de ejidos en la forma en la que habían sido concebidos durante la época colonial, no incluía la dotación de tierras a los grupos rurales que carecían de ella, esto es, la mayoría de los peones, arrendatarios y aparceros que trabajaban en los latifundios (Maya Carranza, 2009).
En el proyecto que presentó Carranza ante el Congreso se daba una defensa de la propiedad privada de la tierra, dando continuidad a la tradición liberal de 1857.
Art. 27.La propiedad privada no puede ocuparse para uso público, sin la previa indemnización. La necesidad o utilidad de la ocupación deberá ser declarada por la autoridad administrativa correspondiente; pero la expropiación se hará por la autoridad judicial, en el caso que haya desacuerdo sobre sus condiciones entre los interesados (Manzanilla Schaffer, 2009, pp. 479-480).
Según la ideología liberal, la propiedad privada era parte de los derechos fundamentales de los individuos; por esta razón, el Estado concedía a los ciudadanos un amplio margen de defensa de sus propiedades y el interés individual privado dominaría sobre el público y social. Por otro lado, Álvaro Obregón se interesó en defender la propiedad privada y la modernización de la agricultura; él se pronunciaba a favor de parcelar el latifundio que no utilizara métodos modernos de agricultura y condicionaba el reparto agrario a una futura constitución de la pequeña propiedad privada. Obregón priorizaba la modernización de las técnicas agrícolas para elevar la producción y competir en el mercado, ya que de ese modo mejorarían los salarios de los jornaleros. En uno de sus discursos mencionaba:
Vamos a darle terreno a todo aquel que lo solicite, pero vamos a hacerlo gradualmente, vamos a destruir la gran propiedad cuando esté sustituida con la pequeña propiedad. Vamos a ir a este reparto agrario contra todos los latifundistas que actualmente siguen utilizando los sistemas rutinarios, porque estos jamás estarían en condiciones de mejorar a sus jornaleros, los procedimientos que usan están en pugna con todo principio económico, porque les resultan los productos más malos y más caros, y esto no podrá permitirles una mejoría a sus jornaleros. Vamos entonces preferentemente a utilizar los latifundios que usen esos procedimientos y dar tierra a todo aquel que la necesite, a todo el que esté capacitado para conservarlas, y vamos a dar una tregua a los que estén usando procedimientos modernos para que se vean estimulados, para que evolucione rápidamente nuestra agricultura y podamos llegar a alcanzar en un periodo próximo un desarrollo máximo: que no tengamos que pedir aranceles proteccionistas contra los granos que vienen de afuera y que tengan que atemorizarse los centros productores de otros países porque nosotros invadamos sus mercados (Manzanilla Schaffer, 2009, p. 533).
Ahora bien, Plutarco Elías Calles también se pronunció a favor de la pequeña propiedad privada de la tierra. Durante su gobierno se aprobó, en 1925, la Ley del Parcelario Ejidal que permitía la división del ejido en parcelas individuales, manteniendo la unidad ejidal su carácter inalienable, imprescriptible e inembargable para evitar que este tipo de propiedad entrara en la circulación mercantil y, como consecuencia, diera pie a la reconstrucción del latifundio (Maya Carranza, 2009).
Al respecto, Calles concebía al ejido como el instrumento que serviría para desarticular el latifundio y consolidar la pequeña propiedad privada. La posesión individual del ejido contribuiría a desarrollar en el ejidatario una actitud de iniciativa, de enriquecimiento personal, que lo conduciría a la compra de otras porciones de tierra. De este modo, el ejidatario se convertiría en un pequeño o mediano agricultor y se facilitaría la consolidación de la propiedad privada de la tierra.
El ejido por sí solo no resuelve el problema de la organización agrícola. En general, la pequeña propiedad privada no responde ya a la explotación técnica moderna del campo […]. Pero la dotación ejidal es uno de los compromisos más solemnes de la Revolución, destruye el peonaje y una vez alcanzado el patrimonio familiar puede ser un sector activo de la organización agrícola. Es, pues, urgente terminarlo lo más pronto posible. Es urgente también constituir la pequeña propiedad, obligando a los terratenientes a fraccionar sus extensiones y venderlas, de acuerdo con un plan asequible a los trabajadores, en pequeñas parcelas. De esta manera se formaría una pequeña propiedad, no de tres o cuatro hectáreas de tierra, sino de extensiones que alienten y estimulen para cultivarlas a hombres de ambiciones y posibilidades desarrolladas. Este problema ha sido ciertamente uno de los puntos del programa de acción revolucionaria que el gobierno no ha tenido tiempo de desenvolver, pero merece toda la atención y debemos afrontarlo sin violencias políticas, dentro de un plan administrativo, saliendo al encuentro de los intereses del mismo terrateniente, que debe ser cuán inseguro es el acaparamiento de la tierra. Así podemos crecer rápidamente la pequeña propiedad, superior en extensión al ejido. Nuestros ejidatarios podrían ascender a pequeños rancheros comprando esas fracciones (Córdova, 1979, p. 342).
Así, Calles realizó una importante contribución al desarrollo de la reforma agraria, al plantear la necesidad de dar una solución integral al problema mediante el otorgamiento de crédito y la organización agrícola, lo que posteriormente se convirtió en la base de la reforma agraria cardenista. Como estrategia complementaria, Calles propuso dotar a los campesinos no solo de tierras y aguas, sino también de créditos, implementos agrícolas, máquinas, semillas y educación agropecuaria para que aumentaran la producción y elevaran su nivel económico y social.
Fue con este fin que promulgó, en marzo de 1926, la Ley de Crédito Agrícola y fundó el Banco Nacional de Crédito Agrícola. El crédito y la cooperación agrícola posibilitarían la modernización de ejido, una mejor distribución de la riqueza entre las clases subalternas y, posteriormente, la organización y control de los campesinos por el Estado (Maya Carranza, 2009).
Aunque Carranza, Obregón y Calles reconocieron la importancia del ejido, buscaron su parcelación con la finalidad de establecer la pequeña propiedad individual. En este sentido, el reparto agrario no fue lo que se esperaba porque la tierra repartida a los campesinos fue poca y de mala calidad, y la mayoría de los campesinos quedaron fuera de los beneficios que se otorgaron a la agricultura comercial como los créditos, obras de irrigación y de mecanización.
Cárdenas se planteaba como programa llevar la reforma agraria a fondo y de manera integral. El gobierno de Cárdenas hizo del ejido uno de los puntales del desarrollo económico nacional y el garante de la paz social en el campo, ligando la existencia de esta institución a la legitimidad del Estado de la Revolución mediante la organización y protección que este le dio. En enero de 1934 se creó el Departamento de Asuntos Agrarios y Colonización, que tuvo por finalidad ampliar y profundizar la presencia del ejecutivo en el sector rural. El 22 de marzo de 1934 se expidió el Código Agrario que reglamenta el artículo 27, permitiéndole al gobierno la amplitud del espacio jurídico para llevar a cabo las reformas en el campo (Iani, 1977).
Para esto, la Secretaría de la Economía Nacional recibió la consigna de organizar nuevas industrias agrícolas y cooperativas en diversos lugares del país; a la Secretaría de Comunicaciones se le encargó la construcción de carreteras y caminos que conectaran las zonas agrícolas con los mercados; la Secretaría de Hacienda recibió como fin el satisfacer las necesidades de crédito rural (para ejidatarios y pequeños propietarios), así como hacer inversiones para el fomento agrícola; la Secretaría de Educación Pública se avocó a la tarea de construir escuelas en toda el área rural; a la Secretaría de Agricultura y Fomento se le encomendó establecer escuelas de agricultura, postas zootécnicas y estaciones de fomento agrícola.
A partir de diciembre de 1935 se instruyó al Banco Nacional de Crédito Agrícola otorgar crédito a los pequeños y medianos agricultores, y al Banco Nacional de Crédito Ejidal, otorgar crédito a los ejidatarios, quedando diferenciado el crédito rural para la agricultura ejidal y para la agricultura privada (Moore, 1963). Con el surgimiento de las cooperativas agrícolas, el gobierno de Cárdenas se vio en la necesidad de hacer cambios en la legislación agraria y en agosto de 1937 se aprobaron las reformas al Código Agrario de 1934. El artículo 139 quedó redactado en los siguientes términos:
En aquellos ejidos ocupados en cultivos agrícolas que requieren elaboración industrial antes de que salgan al mercado, lo que naturalmente crea la necesidad de capitales con los que no cuenta el ejidatario aislado, la producción se organizará colectivamente. Este sistema debe emplearse en todos los casos en que se requiera para el desarrollo de la economía ejidal (Shulgovski, 1972, pp. 253-254).
A pesar de la política campesinista inclinada a favorecer el ejido, fue en el periodo cardenista donde empezó a otorgársele seguridad jurídica a la pequeña propiedad con los certificados de inafectabilidad. La reforma agraria había disminuido su impulso después de 1937 y el gobierno se centró más en organizar políticamente al campesino. El 28 de agosto de 1938 se creó la Confederación Nacional Campesina y con esta se llegó a la forma más acabada de institucionalización para el control campesino.
Con los cambios operados en las administraciones poscardenistas, la función y orientación del crédito oficial se volcó a la promoción de la agricultura capitalista, a diferencia de la administración cardenista que privilegió la agricultura ejidal. En toda la zona del norte de México, donde están concentrados los grandes distritos de riego, predomina la agricultura capitalista y gran parte de las tierras beneficiadas con las obras de riego están en manos de algunos cuantos, muchos de ellos pertenecientes a la clase política.
Se trata en general de una agricultura moderna, llamada también capitalista, en tanto que tiene un promedio de 33 hectáreas de labor por predio, cuenta con una moderna infraestructura de irrigación con tecnología para la producción, así como con eficientes procesos de fertilización. En contraparte se tiene a la agricultura que se caracteriza por emplear fundamentalmente fuerza de trabajo familiar y poseer, en promedio, una menor superficie de tierra de labor que requiere una menor cantidad de riego y fertilizantes, y utiliza poca o nula tracción mecánica (Salmerón, 1984, 1993, 1998).
En este sentido, la agricultura de irrigación ha jugado un papel de capital importancia en la región. Para esto, el país se encuentra dividido en 25 regiones o unidades naturales delimitadas por parteaguas, ya sea que correspondan a un conjunto de cuencas, a cuencas completas o solo a una parte de una cuenca. En todos los casos, se trata de áreas homogéneas con relación a un común denominador regional.
Una de las regiones que comprende la clasificación antes mencionada es la región hidrológica del noroeste, donde se localizan los distritos de riego más importantes. Dentro de esta región se encuentran los estados de Sinaloa y Sonora, y algunas porciones territoriales de los estados de Chihuahua y Durango. La región hidrológica del noroeste se extiende desde los parteaguas de la Sierra Madre Occidental hasta el litoral del océano Pacífico, y desde el límite territorial con los Estados Unidos, donde tiene una anchura mayor a los 500 km, hasta el río San Pedro, donde la anchura de la faja se reduce solo a unos 50 km, comprendiendo una superficie de 344 600 km2.
El plan hidráulico del noroeste está basado en el control y aprovechamiento de 20 ríos consecutivos de la parte central de la región. Este se encuentra integrado por un sistema de almacenamiento y conducción, con lo que se ha buscado un incremento de la superficie bajo riego, del valor de la producción, del número de agricultores beneficiados, del valor de la producción por agricultor, y del beneficio anual por agricultor.
Para esto, se decretó la creación del Banco Nacional Agropecuario, el 8 de marzo de 1965, como una institución nacional de crédito, con el objeto de llevar a cabo “en el menor tiempo posible el proceso total de descentralización regional de la economía agrícola, tanto en el sector ejidal, como en la de la pequeña propiedad” (Rojas Osuna, 1967). En el decreto se señalaba la necesidad de que funcionen “bancos regionales de crédito y bancos agrarios que permitan generar un conocimiento más directo de las particularidades locales tanto físicas como humanas y, que actúen con autonomía suficiente” (Rojas Osuna, 1967).
Se buscaba un apoyo sólido a los pequeños productores de la región; sin embargo, la realidad ha sido otra, dado que, para la región que nos ocupa, los pequeños propietarios no fueron sujetos de crédito. La dificultad que estos propietarios tuvieron para el reconocimiento y titulación de sus tierras fue definida porque la mayoría de los asentamientos pápagos en la región carecían de “categoría política”, motivo por el cual fue pospuesto este trámite.
Sin embargo, las legislaciones agrarias al respecto reconocían a los pueblos indígenas de manera plena sus derechos sobre la tierra, que estaban en franca oposición con el proyecto de colonización del desierto impulsado, en un primer momento, por la Corona española y, posteriormente, por el proyecto emprendido por el Estado laico y liberal mexicano. Como hemos visto, este último tiene una base legal fundamentada en la propiedad privada de la tierra y en la estructura que la acompañó: por un lado, la interna en cuanto a la irrigación y excavación de pozos profundos, y, por el otro, la estructura externa, financiera, que motivó la producción agraria en función del crédito agrícola.
Conclusiones
El complicado proceso de consolidación de la propiedad privada en Sonora vía la tenencia de la tierra tiene como fundamento el proceso de evangelización-colonización iniciado por la Compañía de Jesús y sus estrategias político-económicas dirigidas al territorio y sus habitantes. Las reformas borbónicas son el primer fundamento legal para la transformación del espacio que, como estructura jurídica, tenían como objetivo hacer de cada súbdito un individuo capaz de pagar impuestos y, por tanto, susceptible de ser dotado de tierra. De este modo, el territorio se vio modificado no solo en términos de los significados atribuidos por los colonizadores, sino también en términos de la relación que se comenzó a establecer con este, es decir, de propiedad.
Así, el territorio propiedad comenzó a explotarse bajo otra perspectiva; la sujeción fue una estrategia que tuvo como objetivo el poblamiento de este complejo espacio. La explotación de minas, posteriormente la agricultura y la cría de ganado representaron las actividades económicas por excelencia de los nuevos colonos, los nuevos propietarios de lo que hoy es el desierto de Altar, en detrimento de quienes habitaban este territorio desde tiempos inmemoriales.
Esta nueva estructura jurídica ignoró por completo a los grupos originarios que habitaron en la región, a quienes les fue arrebatado no solo su territorio, sino también sus formas de vida. Los cambios jurídicos que se dieron de finales del siglo XIX hasta el xx reafirmaron, a la vez que legitimaron, el despojo iniciado siglos atrás. El surgimiento y fortalecimiento de nuevas instituciones (económicas, políticas y sociales), teniendo como punta de lanza a la propiedad privada, constituyeron la compleja estrategia jurídica que operó para acelerar el despojo de la tierra y sus formas de vida para instaurar una estructura civilizatoria.
Este proceso tuvo diferentes momentos, algunos de ellos cruciales. Como lo vimos, Calles y Obregón crearon las instituciones sobre la cuales el Estado afianzaría su proyecto capitalista. La creación de la Comisión Nacional de Irrigación, la Comisión Nacional de Caminos y las instituciones financieras como el Banco de México y el de Crédito Agrícola facilitó que la política económica se materializara en hechos prácticos. La política agraria que instrumentaron Obregón y Calles a partir de 1920 tuvo como objetivo desarrollar de manera amplia una agricultura comercial dirigida a empresarios capitalistas (Peña Medina, 1991).
Con esto, el campo quedó en manos de inversionistas para quienes fue creada toda una infraestructura que facilitara y garantizara, en la medida de lo posible, la inversión que se estaba haciendo en el campo, acorde con el proyecto de colonización del desierto, y que afianzaba al Estado laico y liberal en Sonora teniendo a la propiedad privada de la tierra como base. Estas instituciones estuvieron básicamente al servicio de los grandes productores agrícolas.
Estas estrategias facilitaron el desmembramiento de la estructura con la cual contaban los grupos indígenas de la región. Para ellos, la colonización del desierto significó una transformación radical de sus formas de vida. Para la colonización del desierto, la tierra cobró un nuevo significado y la producción agrícola representó el eje que articuló la economía regional; las comunidades originarias fueron absorbidas como mano de obra barata y sus tierras fueron objeto de nuevas invasiones.
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Cómo citar este texto
Paz Frayre, M. A. & Nuño Gutiérrez, U. (2017). Propiedad de la tierra y derecho agrario: de las misiones jesuitas a las haciendas en Sonora de los siglos XVIII-xx. Punto CUNorte, 3(5), 83-111.
* Centro Universitario del Norte de la Universidad de Guadalajara, México.
** Centro Universitario del Norte de la Universidad de Guadalajara, México.
1 Son interesantes las anotaciones que al respecto hacen Ignacio Pfefferkorn (1983) y Philipp Segesser (1991). El primero de ellos define al indígena del noroeste haciendo una clara alusión a su incapacidad (la del indígena) para entender y adaptarse a la vida de misión, al modelo de vida cristiano occidental que ellos proponían. Segesser (1991), por otro lado, nos refiere los esfuerzos hechos por los misioneros jesuitas por evangelizar y civilizar, teniendo el trabajo como eje rector de la vida en la misión en función de los tiempos marcados por el toque de campana.