Haciendas, industrias y lacustres en disputa: conflictos y aprovechamiento hidráulico en el valle de Atequiza, Jalisco, a finales del siglo XIX1

Haciendas, industries and lakes in dispute: conflicts and hydraulic potential in the Atequiza valley, Jalisco, in the late 19th century

Laura Y. Pacheco Urista *

RESUMEN

Se analiza el aumento de los aprovechamientos del agua en el ámbito rural jalisciense, así como su regularización federal, a partir de los proyectos hidráulicos que se entretejieron en el valle dominando por la hacienda de Atequiza. Se exponen los mecanismos con que la federación comenzó a vigilar y fomentar el uso de determinadas fuentes hídricas, la tensión que esto generó entre sus diversos usufructuarios y las distintas negociaciones que estos entablaron para poder continuar o imponer su abasto del líquido.

Palabras clave: usos del agua, obras de irrigación, federalización del agua, agroindustria jalisciense, río Santiago, laguna de Cajititlán, arroyo Los Sabinos.

ABSTRACT

This article is intended to analyze the use of water in rural area of Jalisco, as well as the federal regularization in the hydraulic projects made in valley of Atequiza ́s hacienda. It describes the mechanism in which the federal government started monitoring and fostering the use of hydraulic sources, as well as the tension that it brought amongst the assorted beneficial owners. It analyzes the resulting conflicts and the different agreements established in order to continue or to impose their watery supplies.

Keywords: uses of water, irrigation works, water ́s federalization, agribusiness in Jalisco, Santiago river, Cajititlán lagoon, Los Sabinos stream.

INTRODUCCIÓN

Este trabajo expone la disputa legal de tres sectores productivos por los recursos hidráulicos de la región que cohabitaban, en un contexto donde la formalización de los derechos sobre el agua y su demanda se intensificaron. Se trata cómo los intereses agrícolas, los de generación energética y las prácticas lacustres tuvieron que enfrentarse en pos de mantener el flujo requerido para sus actividades en un espacio enmarcado por tres fuentes hídricas: el río Grande o Santiago, la laguna de Cajititlán y el arroyo Los Sabinos.2

El fenómeno se analiza a la luz del proceso de federalización del agua, iniciado a partir de 1888. El seguimiento del conflicto se hace desde las estrategias emprendidas por la hacienda de Atequiza para imponer su dotación sobre el resto de los usuarios.

Desde las últimas décadas del siglo XIX, quedó evidenciada una nueva y extensa demanda sobre el agua con fines energéticos, industriales y de servicios, que tendían a mercantilizar el recurso (Tortolero, 2006). En el ámbito rural, el riego y la mecanización de actividades se convirtieron en los mayores pretendientes, mientras que la industria requería el agua como potencia, insumo o transportador de desechos, y resultaba fundamental para el sustento de los asentamientos urbanos (Birrichaga, 2008).

El crecimiento inusitado de tales de requerimientos despertó los propios intereses políticos y productivos de la nación, por lo que el Estado mexicano comenzó a reglamentar el disfrute del vital líquido y a legislar sobre su propiedad (Herrera, 1994). Con estas acciones se buscaba crear un marco institucional que permitiera incentivar el uso racionalizado del recurso en diversos procesos productivos, así como llenar un vacío legal donde la autoridad federal todavía no tenía injerencia, al permanecer vigentes las reglamentaciones coloniales y de orden local (Sánchez, 2002).

Además de un marco legal que normara los usos del agua, debieron instrumentarse mecanismos que aseguraran un respaldo técnico y financiero a las obras hidráulicas que permitirían su aprovechamiento efectivo a lo largo del territorio. Esta tarea fue cumpliéndose conforme diversas corrientes fueron declaradas de jurisdicción federal y se configuró el sistema para concesionar el líquido a particulares, mediante la dirección de Secretaría de Fomento.

Con las nuevas disposiciones, los consumidores de dichos caudales quedaron obligados a revalidar las antiguas mercedes y autorizaciones locales que hasta entonces les permitían su goce, así como a solicitar a la Secretaría de Fomento el permiso para cualquier otra captación o empleo (Sánchez, 1993). Muchos usuarios aprovecharon esta coyuntura para intentar incrementar la cantidad que disfrutaban, para ampliar las obras que tenían y para multiplicar los fines de tal empleo, provocando que sus intereses se rozaran con los de otros que buscaban beneficios similares en distintos puntos de un mismo caudal.

Las diversas solicitudes de confirmación, ampliación o nueva concesión que pudieran presentarse sobre una misma fuente se acumulaban y enfrentaban en las oficinas de esta secretaría hasta que la exposición de argumentos legales y técnicos terminara con la imposición de una sobre otra, o se llegara a un acuerdo común. La proliferación de situaciones de este tipo desató una constante pugna y negociación por el líquido en todo el país, tanto entre los grupos que buscaban emplear el recurso con una mentalidad capitalista (hacendados o industriales, por ejemplo) como entre estos y aquellos productores que tenían fincada su subsistencia en la pesca, las pequeñas parcelas o las huertas (Suárez y Birrichaga, 2005).

En el caso examinado para este artículo, y probablemente en la mayoría de los conflictos similares, los intereses de las grandes empresas agroindustriales terminaron imponiéndose a las necesidades de usuarios más modestos. Así, la "negociación de Atequiza" ganó o negoció el aprovechamiento de las tres fuentes que la rodeaban, anteponiendo sus beneficios al de haciendas menores como El Castillo, Miraflores, Santa Rosa, Cedros, Potrerillos y Zapotlanejo.

Las necesidades de riego y abrevadero de estas eran satisfechas por el agua en disputa; de igual manera, se impuso ante los pueblos de Atotonilquillo, Cajititlán, San Juan Evangelista y Cuexcomatitlán, donde el líquido era vital para el pequeño regadío y la pesca. En el ámbito industrial, Atequiza aseguró el suministro de sus molinos, fábrica del alcohol y planta eléctrica ante otros establecimientos similares de la región, como fueron los molinos de Cedros y el Sagrado Corazón, e incluso la hidroeléctrica del Salto de Juanacatlán.

EL CAMPO DE BATALLA: LEGISLACIÓN Y
TENDENCIAS DEL USO DEL AGUA

La primera tarea para crear un nuevo orden en el manejo de aguas a nivel nacional fue transferir a la federación la legitimidad que guardaban las mercedes virreinales y reglamentos locales, así como atenuar los derechos que estos brindaban a los particulares. En la práctica, este procedimiento implicó la creación de un cuerpo legislativo que permitiera la expedición de nuevos "títulos" de aprovechamiento, tras la revisión y supresión de sus precedentes.

En el fondo, esto significó el comienzo del control federal sobre los recursos hidráulicos del país (Aboites, 1997). La tendencia centralizadora continuó hasta que el artículo 27, de la Constitución de 1917, definió a dicho gobierno como único responsable de transferir a particulares el goce sobre lo que era propiedad de la nación, es decir, las aguas existentes en la república (Herrera, 1994).

Durante su primera etapa, el sistema se afianzó a través del otorgamiento de concesiones a particulares, ya que su procedimiento abonó a tres objetivos medulares: inventariar los caudales más importantes de todo el territorio, realizar obras que permitieran su adecuado aprovechamiento y disolver entre los usuarios la noción de propiedad sobre el recurso para infundirles el principio de su usufructo temporal.

La Ley del 5 de junio de 1888 marcó el inicio de este proceso, al declarar como vías generales de comunicación todos los mares territoriales, esteros y lagunas que se encuentren en las playas de la república; los canales construidos por la federación o con ayuda del erario nacional; los lagos y ríos interiores que fueran flotables o navegables, y aquellos lagos y ríos que sirvieran como límites del país o entre sus estados (Herrera, 1994).

Esta legislación asentó la primera potestad del gobierno central para vigilar y reglamentar el recurso, incluyendo la obligación para que los particulares le solicitaran una concesión que confirmara su debido aprovechamiento. No obstante, la ley solo determinaba la jurisdicción sobre el recurso y no su propiedad, por lo que debieron expedirse otras que la complementaran.

Una segunda ley, la del 6 de junio de 1894, amplió la facultad del Ejecutivo para otorgar —y no solo confirmar— concesiones a particulares y compañías que aprovecharan las aguas de su jurisdicción en riegos y como potencia para diversas industrias (Leyes sobre las vías generales…, 1894). Al mismo tiempo, se dictaron algunas exenciones para la libre introducción del material y equipo necesarios en las obras e industrias que aprovecharan el líquido, así como la serie de beneficios y obligaciones que tendrían los concesionarios para el manejo y goce de este (Herrera, 1994).3

La entrada en vigor de tales ordenamientos y su enfrentamiento con los arreglos locales desataron la crítica de algunos juristas que alegaban la violación de las autonomías estatales al intervenir directamente con sus recursos y lineamientos en la materia (Sánchez, 2002). Para acallar tales controversias y los conflictos originados por este vacío, el poder central dejó clara su preponderancia mediante la Ley del 17 de diciembre de 1896, donde se estableció que todas las concesiones que se hubieran otorgado por los estados, previamente a la declaratoria de 1888, tenían que ser confirmadas por Fomento.

El proceso de centralización dio otro gran avance en diciembre de 1902, cuando las aguas fueron declaradas como bienes de dominio público y uso común, dejando patente que las concesiones otorgaban el uso del bien, pero nunca su propiedad. Para concluir su cruzada, el gobierno porfirista expidió la llamada Ley de Aguas, en diciembre de 1910, donde se determinó que prácticamente la totalidad del recurso pertenecía a la federación y se reafirmó la potestad de esta para vigilar y reglamentar sus aprovechamientos (Herrera, 1994).

La Secretaría de Fomento se convirtió en el brazo ejecutor de la nueva política hidráulica, al actuar como principal promotor del uso intensivo del agua con fines productivos y al encargarse del trámite de todo aprovechamiento. Como sugiere Tortolero (1998), a finales del siglo los titulares de este ministerio vieron la irrigación como uno de los caminos más seguros para el progreso del campo mexicano, hasta llegar a convertirla en su principal apuesta.4

A partir de 1892, con el ingeniero Manuel Fernández Leal a la cabeza, la prioridad fue extender la agricultura de riego y para ello se echó mano del sistema de concesiones. Así, al tiempo que este mecanismo motivaba la inversión en obras técnicamente adecuadas, también hacía que todos los gastos de su ejecución recayeran entre los particulares.5

La quinta sección de Fomento quedó como receptora de los trámites correspondientes para el otorgamiento de una nueva concesión o su ratificación. Un solicitante debía identificar la ubicación de la propiedad a beneficiar, aclarar la fuente, cantidad y finalidad del agua que deseaba utilizar, así como especificar las obras hidráulicas que realizaría con dicho fin.

Después de recibir el proyecto técnico, la secretaría designaba un ingeniero para su estudio y eran consideradas las oposiciones que otros interesados pudieran presentar sobre el uso del mismo líquido. Además, la dependencia podía solicitar obras adicionales a las propuestas por los solicitantes. Una vez satisfechas todas las condicionantes y descartadas las oposiciones, se procedía al otorgamiento oficial mediante la formación de un contrato entre el secretario y el beneficiario.

El camino para obtener una concesión solía ser largo y oneroso para quien lo emprendiera: debía cubrirse el costo de los ingenieros, notarios y abogados encargados de dar solidez técnica y legal a la solicitud. Por su parte, la realización de grandes obras hidráulicas implicaba contar con un sustento financiero tan grande como el proyecto que se planteara. Ambos requerimientos económicos resultaban en un filtro natural que lograban traspasar pocos interesados y cuyos beneficios fueron realmente explotados por los grandes propietarios que podían sobrellevar inversiones de tal magnitud.

Los planes de Fomento para el agro mexicano estaban dirigidos especialmente para un tipo específico de beneficiario: hacendados con espíritu empresarial. Del otro lado, pequeños propietarios y expueblos indígenas veían limitadas sus aspiraciones a grandes proyectos y se limitaban a defender los derechos que tenían como ribereños de alguna corriente o a regular algunas obras de menor calado (Tortolero, 2008).

Ya que la centralización del agua fue un proceso paulatino, debe precisase que existieron periodos donde cada nivel de gobierno tuvo jurisdicción sobre determinadas fuentes; mientras las corrientes no entraran en la declaratoria federal, estas continuaban bajo la vigilancia local. Lo anterior explica que, dependiendo de la magnitud de la corriente y las disposiciones particulares, algunas solicitudes de aprovechamiento debían presentarse ante los gobiernos estatales (Sánchez, 2002). En Jalisco su otorgamiento seguía una lógica similar a la establecida por el Ejecutivo federal, pero correspondía al gobernador o a los ayuntamientos oficializar el contrato de concesión a particulares.

Si todo este marco institucional puede verse como una pieza más del fortalecimiento del Estado mexicano, también es posible creer que su incursión decidida en materia de aguas fue una respuesta a la demanda creciente que había sobre el recurso. Además de apoyar abiertamente la agricultura de riego, la administración porfirista desplegó diversas medidas para fomentar la industria en todas sus ramas (minera, petrolera, textil, papelera, de fierro…), provocando que estas se atrevieran a invertir en la ampliación de sus procesos productivos. De tal manera el campo, la industria, la generación energética y el suministro doméstico presionaban cada vez más los recursos acuáticos que tenían a su alcance y que eran necesarios para el funcionamiento de las nuevas técnicas y maquinarias incorporadas en sus empresas (Suárez, 1998).

Cabe recordar que por esos años la fuerza hidráulica y el vapor tuvieron una gran importancia en actividades como el desagüe de minas, la animación de telares, molinos y otras máquinas, incluidos los generadores que permitieron los primeros alumbrados dentro de espacios fabriles. Diversos autores han concluido que la industria mexicana siguió funcionando mayormente a través de la fuerza hidráulica hasta muy entrado el siglo XIX, cuando el uso del vapor solía intercalarse, y que fue hasta los últimos años de la centuria cuando comenzó a emplearse la electricidad (De la Torre, 2016).

En los albores de la nueva centuria, la generación de energía se había revolucionado hasta crear una industria propia, donde la electricidad se convirtió en la mercancía a producir y distribuir. Aunque existían diversas maneras de generar la nueva fuerza, las condiciones naturales del país potenciaron la adopción del sistema hidroeléctrico, donde los generadores eran activados mediante potentes motores o turbinas hidráulicas; la corriente obtenida era transmitida y distribuida entre particulares u otras industrias.

Esta tendencia coincidió con la regularización de los usos del agua y su sistema de concesiones. De hecho, toda la normativa federal, especialmente a partir de la Ley del 6 de junio de 1894, estaba encaminada a privilegiar el uso del recurso en riego y generación de potencia, ya fuera hidráulica o eléctrica. Los mayores beneficiarios de las dádivas otorgadas por el Estado para la ejecución de grandes empresas energéticas fueron nuevamente los industriales, agroindustriales e inversionistas con mejores conexiones empresariales y mayor capacidad financiera. Muy pronto se multiplicaron por todo el país las solicitudes del líquido que permitiera asegurar el suministro energético de todo tipo de industrias —urbanas o rurales— y poco después empezaron a organizarse grandes compañías dedicadas a la generación masiva de electricidad (Galarza, 1941).

De esta manera, los aprovechamientos del agua acapararon los reflectores legislativos, empresariales y del fomento estatal durante las últimas dos décadas del siglo XIX y los años inmediatos. Aumentada la demanda, vigilancia, inversión y especulación sobre el recurso, fue inevitable que se crearan grandes tensiones por el acceso al líquido y se multiplicaran los conflictos entre sus potenciales usuarios. Aunque cada caso tiene un desarrollo particular, todo lo anterior podrá verse de cerca a través de los enfrentamientos y negociaciones asumidas por Atequiza ante otros usuarios de las aguas que pretendía explotar.

EL AGUA EN DISPUTA

Los protagonistas del conflicto central de este artículo trataron de regular el derecho al agua empleada en sus actividades agrícolas, ganaderas, lacustres e industriales. Algunos de los involucrados buscaron la confirmación, aumento o dotación de cierta cantidad de líquido; otros se enfrascaron en deslindar la competencia que tenía cada una de sus concesiones otorgadas sobre un mismo caudal; el resto, en su calidad de ribereños, apeló a sus derechos vitales sobre el recurso, debido a que su salubridad y sustento dependían de este acceso. La diversidad de intereses que confluyeron en este caso se debe, en primer lugar, a la propia pluralidad de las fuentes acuáticas en disputa.

En términos naturales, se trató de un río, una laguna y un arroyo, cuyos caudales y funciones hidrológicas son diferenciables, lo mismo que las jurisdicciones a las que pertenecían y la función social de su aprovechamiento. La corriente más importante en disputa fue también la de mayor importancia y susceptibilidad de aprovechamiento: el río Grande o Santiago, declarado de jurisdicción federal y que complementa la cuenca Lerma-Chapala-Santiago. El trayecto de este importante torrente fue descrito por el ingeniero Matute (1871) de la siguiente manera:

El río Grande tiene su origen en el pequeño lago de Lerma, situado en el Estado de México, […] pasa por los estados de Querétaro, Guanajuato y Michoacán, desembocando luego en Chapala, después de haber tocado poblaciones florecientes como Celaya, La Piedad, Yurécuaro y La Barca. Sale de la laguna de Chapala, sus aguas tranquilas cruzan por entre el pueblo de Ocotlán y el valle de Cuitzeo corriendo sobre lecho de cieno; y cortando las llanuras de Poncitlán llegan a formar un salto cuyo nombre le da este pueblo y en donde la corriente se precipita a 1.95 ms. por entre las rocas de basalto. De Poncitlán sigue su curso sereno hasta las haciendas de Miraflores y Atequiza; allí es estrechado por una garganta de dos montañas, que lo hacen tener un descenso rápido e inaccesible a la navegación, en una extensión de 1,980 metros, […] continúa deslizándose tranquilamente hasta la catarata de Juanacatlán [siguiendo así hasta el cantón de Tepic] para llevar después sus aguas al océano Pacífico con el nombre de río Santiago (p. 4).

Según las observaciones de Mariano Bárcena, en 1888, el río recorría 56 leguas jaliscienses (234.6 km); nueve desde su límite con Michoacán hasta Chapala; tres durante su paso por dicho lago, y cuarenta y cuatro desde que salía de este y alcanzaba la frontera con Nayarit. Históricamente, este contingente hidráulico había servido como fuerza motriz de los diversos molinos y batanes establecidos a la vera del río, además de surtir algunos encauses realizados para el riego de haciendas o el abasto de las poblaciones ribereñas. Entre los terrenos fertilizados por este torrente se encontraban la hacienda de Atequiza y el pueblo vecino de Atotonilquillo, ya que el río marcaba el límite norte de ambos asentamientos. Por este trayecto, en un año de lluvias abundantes como el de 1886, podía alcanzarse un aforo aproximado a los 15 m3 por segundo (García de Quevedo, 1887).

Al centro de la hacienda recién mencionada corría el arroyo Los Sabinos, cuyo caudal también fue disputado en la experiencia analizada aquí. Se trataba de un afluente de regular importancia que nacía en terrenos de la hacienda de Potrerillos, municipio de Jocotepec, y que recorría más de 28 km en dirección noreste para desembocar en el río Santiago. En su trayecto pasaba por las haciendas de La Cañada, Cedros y Atequiza, ya en el municipio de Ixtlahuacán de los Membrillos.

Aunque la corriente era variable, se sabe que era considerable y durante los buenos temporales podía llegar a desbordarse, al grado de "interrumpir por días enteros el paso de los caminos que cruza dicho arroyo" (Archivo Histórico de Jalisco, F-6-900, caja 260, exp. 6596). El líquido que transportaba solía emplearse como riego y abrevadero en las haciendas y asentamientos que atravesaba. Con todo, las condiciones de este afluente no alcanzaron la declaratoria federal durante estos años y su vigilancia continuó en manos del gobierno jalisciense.

El escenario de la tercera fuente en disputa era completamente diferente a los anteriores, básicamente por tratarse de una laguna. Como tal, el vaso de Cajititlán tenía una lógica y aprovechamiento distintos al de una corriente. El agua, amurallada por los cerros que la alimentaban, no hacía un recorrido que cubriera las necesidades de riego o potencia de diversos usuarios, sino que se encargaba de nutrir todo un ecosistema propio y al modo de vida lacustre que se había desarrollado ahí por siglos. Se trataba de una forma de subsistencia muy particular que combinaba la explotación de elementos acuáticos y terrestres, basada en el manejo adecuado de los recursos de ambos mundos y su transformación de alimentos y artesanías.

En este medio, la vigilancia sobre la propiedad de zonas de pesca era tan severa como la existente para la tierra y su actividad productiva se articulaba en tres ejes principales: la captura de peces o cualquier otra especie animal acuática; la caza de animales relacionados con el agua (aves diversas o anfibios, por ejemplo) y aquellos que habitaban tanto en la ribera como en los montes cercanos, y la recolección y transformación de especies vegetales acuáticas como el tule u otros elementos terrestres de origen mineral como el basalto (Williams, 2014).

Las riberas de Cajititlán contaban con una larga ocupación prehispánica y colonial de gran importancia poblacional y cívico-ceremonial (González, 2013). Durante la temporalidad que nos atañe, en la cuenca de la laguna estaban asentados los pueblos de Cajititlán, San Juan Evangelista, Cuexcomatitlán, San Lucas y San Miguel Cuyutlán. Con excepción del último, todos contaban con una larga tradición de vida lacustre y vieron en peligro su continuidad cuando el vaso fue declarado como federal, al incrementarse la posibilidad una mayor demanda externa sobre su líquido. Aunque los asentamientos ribereños tenían preponderancia para el usufructo de esta fuente, esto no evitó que quedaran afectados por los intereses de otros beneficiarios, tal como ocurrió con el proyecto de irrigación emprendido por Atequiza y contra el cual se entablaron distintos enfrentamientos.

Imagen 1. Negociación de Atequiza: límites y sistema hidráulico

Imagen 1. Negociación de Atequiza: límites y sistema hidráulico

Fuente: Marco Antonio Hernández.

Para tener una idea del interés que esta laguna pudo despertar, puede citarse la impresión de Bárcena (1983) cuando la señaló como una de las más importantes de todo el estado, al encontrarse "30 km al sur de Guadalajara y cerca de la ribera norte del [lago] de Chapala" y cuya longitud se acercaba a los 12.5 km, con una anchura de 6 km y una profundidad estimada en los 8 m. El ingeniero calificó estas aguas como "desabridas", aunque salubres y consumibles para los ribereños (Bárcena, 1983), y confirmó el sustento lacustre al señalar que los vecinos de Cajititlán, San Juan Evangelista y Cuexcomatitlán se dedicaban a la pesca, al aprovechamiento del tule y al cultivo de huertas frutales y de hortalizas. La variedad principal de pescado incluía al blanco, bagre, charal y popocha (Bárcena, 1983, p. 242).

EL EJE DEL CONFLICTO: LA NEGOCIACIÓN DE ATEQUIZA
Y SU SISTEMA HIDRÁULICO

El mapa permite vislumbrar los recursos y actores que protagonizan la trama de esta historia (ver imagen 1). A través de los límites y colindancias de Atequiza, es posible identificar los asentamientos, fuentes y obras hidráulicas que configuraron la región que se ha perfilado aquí. Los conflictos analizados fueron detonados por el proyecto hidráulico que Atequiza inició hacia 1895, cuando tuvo que regularizar sus derechos sobre el agua y ensanchar las obras que permitieran su aprovechamiento. En este sentido, resulta necesario aclarar la composición de dicha entidad territorial y la manera en que su relación con los afluentes más próximos articuló el aprovechamiento conjunto de cuatro propiedades rústicas y tres de tomas hídricas.

Las haciendas de Atequiza, La Calera y La Huerta, junto con el rancho Puerta de la Cruz, eran propiedades vecinas que durante varias generaciones estuvieron vinculadas con la familia Gallardo. Las tres últimas fincas fueron recibidas como herencia paterna por Josefa Gallardo Riesch, en 1873; mientras que Atequiza perteneció conjuntamente a distintos miembros de su familia directa (madre y hermanos Gallardo Riesch) entre dicha fecha y 1890. En este último año fue adquirida en su totalidad por la misma Josefa y su esposo Manuel M.a Cuesta.

Con esta compra, el matrimonio Cuesta Gallardo logró reunir más de 12 846 ha de terreno y comenzó un proyecto de explotación integral que incluía el aprovechamiento racional de los diversos recursos que existían en ellas (Pacheco, 2013). Aunque cada sitio conservó su propiedad raíz de manera individual, a partir de entonces su beneficio y administración fue de manera conjunta y bajo el membrete "negociación de Atequiza".6

De acuerdo con las mencionadas leyes de 1888, 1894 y 1896, los nuevos propietarios debieron confirmar el acceso al agua que históricamente habían aprovechado de las fuentes que ahora eran de jurisdicción federal. Así, en 1896, la hacienda de Atequiza obtuvo su ratificación sobre 3 500 litros de agua por segundo del río Santiago, que debían aprovecharse en regadío y como fuerza motriz; La Calera logró la validación para usar en riego hasta 2 000 litros de la laguna de Cajititlán, según el permiso otorgado por la federación en 1898 (Archivo Histórico del Agua, Aprovechamientos Superficiales, caja 1516, exp. 20865, f. 34).

Ambas fincas contaban ya con una presa y canales que les permitían captar el recurso y dirigirlo hacia sus labores de riego, pero su estructura y extensión debieron ampliarse conforme fueron conquistándose nuevas concesiones. Por su parte, las fincas menores de la negociación, La Huerta y Puerta de la Cruz, cubrían sus necesidades de riego y abrevadero con los ojos de agua que existían en la primera de estas y cuyo usufructo aún no estaba regulado por ninguna autoridad.

La unión simbólica de las cuatro fincas representó la suma fáctica de los aprovechamientos de agua que correspondían a cada una y fue necesario proyectar un sistema que permitiera su aprovechamiento integral a lo largo de la negociación. Las nuevas pretensiones para el manejo de un torrente mayor se convirtieron en el motor principal del proyecto de modernización agroindustrial que caracterizó a Atequiza entre 1890 y 1908 (Pacheco 2016), pero su ejecución redundó en una serie de peticiones, conflictos y acuerdos que serán abordados enseguida. Con todo, y dada su función revulsiva, resulta necesario describir en qué consistía el proyecto hidráulico planteado por los Cuesta Gallardo para su negociación.

Cuando Manuel M.a Cuesta tramitó la primera confirmación, en 1895, también pidió autorización para reforzar y ampliar la presa que Atequiza construía en el Santiago. Tras ratificar una primera concesión para esta finca y otra para La Calera, los propietarios de la negociación emprendieron un nuevo ciclo de solicitudes sobre el río y laguna referidos, además del arroyo Los Sabinos que seguía en jurisdicción estatal. Entre 1899 y 1900, les fueron concesionadas "las aguas [del río Grande] que escurren de la presea de Atequiza", otros 4 000 litros de agua del vaso de Cajititlán y las "aguas sobrantes", que en tiempo de lluvias llevaran Los Sabinos. En 1905, tras un reajuste hecho luego de una inspección, le fueron otorgados otros 670 litros del Santiago (Archivo Histórico del Agua, Aprovechamientos Superficiales, caja 1326, exp. 180445, ff. 2-6.).

Con la suma de las anteriores concesiones, Atequiza quedó autorizada para emplear en riego y fuerza motriz más de 10 170 litros de agua por segundo, a lo largo de las cuatro fincas que la conformaban y desde las tres fuentes a las que tenía acceso por su ubicación geográfica. Esta acumulación de derechos sobre el líquido debe verse en función del sistema hidráulico para el que estaba destinada, pues solo así es posible dimensionar su importancia estratégica.

Con el objetivo de asegurar un abasto razonado y constante, Manuel Cuesta Gallardo planeó la construcción de un sistema que reuniera y distribuyera el agua otorgada de acuerdo a las necesidades productivas de cada sector de la finca. Por un lado, él aseguró que la hacienda de Atequiza cubriera la fuerza hidráulica requerida para el accionamiento de las diversas máquinas que tenía instaladas —agrícolas e industriales—, pero también de que fuera suficiente para cumplir el deseo de irrigar más de 3 000 hectáreas de labor. Por otra parte, el nuevo sistema debía servir para multiplicar las tierras con regadío en la parte occidental de la negociación, es decir, en los potreros de La Calera y La Huerta (Pacheco, 2013).

Para lograr los objetivos señalados, el nuevo manejo integral del recurso se articulaba bajo esta lógica: el agua del Santiago seguiría derivándose por su antigua presa, construida frente al pueblo de Atotonilquillo y distante 5 km del casco de Atequiza, pero ahora su canal se extendería hasta el extremo norte de la negociación, en terrenos de La Calera. La parte que le correspondía de este arroyo, aguas abajo, sería canalizada a la laguna cercana por su ribera sureste, para ser "almacenada" hasta que nuevamente fuera extraída, a razón de 4 000 litros por segundo, mediante el nuevo canal de Cajititlán construido en la orilla norte del mismo vaso y junto a los 2 000 litros que previamente tenía concedidos.

El líquido derivado en este último punto sería empleado para irrigar toda la parte oeste de la negociación, apoyándose en las presas de La Calera y La Capilla —rancho interno de la hacienda de Atequiza—, para distribuirlo entre sus parcelas a través de canales secundarios. Gracias al trazo seguido por las distintas canalizaciones, puede decirse que en realidad se construyó un nuevo circuito hidráulico protagonizado por la unión de las aguas de Los Sabinos y Cajititlán, cuya conducción y apresamiento prolongaban el riego de la negociación durante prácticamente todo el año, al relacionar la conducción del arroyo en tiempos de aguas y su extracción durante el temporal de secas (Pacheco, 2013). La ejecución del sistema requirió la materialización de las siguientes obras:

Cuando las obras fueron reportadas como terminadas, también se notificaron los buenos resultados que había traído su conclusión en materia de riego. Tal como lo promovía Fomento, las concesiones de agua y las facilidades para ejecutar las obras que permitieran su aprovechamiento productivo habían resultado en el triunfo agrícola que significaba la extensión de campos irrigados.

El canal de Cajititlán sirvió para fertilizar 938 hectáreas más, sobre las 96 que anteriormente contaban con este servicio en los terrenos de La Calera y La Huerta, mientras que en toda la negociación fueron beneficiadas un total de 4 386 hectáreas (Pacheco, 2013). Sin embargo, antes de lograr su objetivo, los propietarios de Atequiza debieron librar una serie de disputas por el recurso hídrico, ejerciendo distintos mecanismos, a saber: la conciliación de interés, la compensación económica por daños o servicios y el alegato legal, tal como se verá enseguida.

LAS DISPUTAS: EL CHOQUE DE PROYECTOS ANTE
LA MULTIPLICACIÓN DE LOS USOS DEL AGUA

Los diversos enfrentamientos que trajo el proyecto hidráulico de Atequiza comenzaron desde que se realizó la primera solicitud ante Fomento, en 1895, cuando Manuel M.a Cuesta pidió ratificar su derecho sobre el río Grande. En aquella ocasión, el interesado también pidió autorización para renovar la presa dieciochesca que captaba dichas aguas, proponiendo reforzarla y elevar la altura de su cortina en 27 cm. Estas iniciativas encontraron oposición en los intereses de las haciendas de Miraflores y El Castillo; la primera, propiedad de Francisco Castañeda y la segunda, de Dolores Martínez Negrete, que era representada legalmente por su esposo José M.a Bermejillo.

Río de por medio, Miraflores era vecina inmediata de Atequiza en su lindero norte y como tal también aprovechaba las aguas del Santiago. Lo anterior explica que Castañeda temiera ver afectados sus intereses y se opusiera a la solicitud de Cuesta, pues su hacienda contaba con un sistema de apresamiento y canalización, cuyo uso también esperaba ser confirmado por Fomento.

De manera específica, él temía que el aumento en la altura de la presa de Atequiza impidiera la captación del agua necesaria para cubrir sus necesidades de riego y abrevadero, tanto en Miraflores como en la hacienda de Zapotlanejo, que también era de su propiedad y se encontraba unos kilómetros río abajo, ya que la presa de la primera servía para el abasto corriente de la segunda (Archivo Histórico del Agua, Aprovechamientos Superficiales, caja 1516, exp. 20865, ff. 34, 34v, 35).

La hacienda de El Castillo se encontraba río abajo del conjunto anterior y, aunque no colindaba directamente con Atequiza, alegaba que las pretensiones de Cuesta afectarían los derechos que aquella tenía sobre el río Grande. Según exponía Bermejillo, la ampliación de la presa de Atequiza provocaría un descenso en la corriente que pasaba por su propiedad y esto menguaría la licencia que la misma secretaría había otorgado a su esposa para utilizar la fuente, en la caída del Salto de Juanacatlán, para generar energía eléctrica (Archivo Histórico del Agua, Aprovechamientos Superficiales, caja 1516, exp. 20865, f. 21). En realidad, además de tener en funciones desde 1893 la primera hidroeléctrica comercial para el abasto de Guadalajara, la pareja Bermejillo-Martínez Negrete requería el líquido para accionar su molino Sagrado Corazón, que fue el primer establecimiento industrial en aprovechar el agua de este punto (Ibáñez, 2015).

Las oposiciones presentadas por Castañeda y Bermejillo, respectivamente, siguieron su curso legal ante la Secretaría de Fomento. Sin embargo, la defensa emprendida por Bermejillo desató una serie de declaraciones encontradas entre este y la parte de Atequiza, representada por el ingeniero Miguel Ángel García de Quevedo. Ambos adversarios denunciaron la realización de construcciones provisionales e irregulares por cada uno de los involucrados, incluyendo la hacienda de Miraflores (Archivo Histórico del Agua, Aprovechamientos Superficiales, caja 1516, exp. 20865).

Para evitar que los alegatos continuaran, Manuel M.a Cuesta, José M.a Bermejillo y Francisco Castañeda celebraron una junta de avenencia, cuyos acuerdos fueron aceptados por Fomento. El pacto fue celebrado ante notario en agosto de 1895, concertándose que los tres retirarían todas las solicitudes y oposiciones que tenían encontradas, y que cada uno realizaría nuevas peticiones en función de las siguientes estipulaciones:

A juzgar por la documentación posterior, cada uno de los interesados cumplió con su parte del convenio y Atequiza finalmente conquistó su primera confirmación sobre el Santiago en enero de 1896. Junto a la autorización para el aprovechamiento de 3 500 l/s, también llegó el permiso para elevar la altura de su presa, cuya construcción se ejecutó en los meses siguientes; tras ser inspeccionada por el ingeniero comisionado, las obras fueron aceptadas por Fomento y la concesión ratificada (Archivo Histórico del Agua, Aprovechamientos Superficiales, caja 1326, exp. 18045).

Para dimensionar un poco más las tensiones que existieron en este punto de la cuenca del Santiago, vale insistir en la renovada importancia que el agua estaba tomando para la generación energética. Si históricamente el río había abastecido de fuerza hidráulica la maquinaría de los diversos molinos y trapiches en las haciendas ribereñas para las últimas dos décadas del siglo XIX, el interés de aprovechar su potencial comenzó a dirigirse hacia la producción de electricidad.

Fue precisamente en esta microrregión donde se instalaron las dos primeras plantas hidroeléctricas del estado: la primera documentada y de uso particular fue la que operó en Atequiza desde 1885; la primera con fines comerciales comenzó a funcionar en 1893 en los terrenos de la hacienda El Castillo. Así, mientras los Cuesta disfrutaban de alumbrado eléctrico en el molino, casa habitación y espacios centrales de la hacienda de Atequiza (Figueroa, 1899), José M.a Bermejillo fue el fundador y director de la Compañía de Luz y Fuerza Motriz Eléctrica de Guadalajara, encargada de suministrar corriente a la capital (Valerio, 2006).

Lo anterior quiere decir que el agua disputada por Cuesta y Bermejillo era la sangre de una nueva industria energética que comenzaba a formarse, pero que todavía conservaba su importancia como suministro tradicional de fuerza respecto al accionamiento de los molinos trigueros y otras maquinarías de uso agrícola.

Además de la presión existente sobre el recurso para distintos fines productivos, el conflicto reseñado permite observar la manera en que su aprovechamiento fue negociado a nivel local antes de la sentencia definitiva de Fomento. En este caso, los competidores se manejaron en el mismo nivel de alegato, al intentar sobreponer sus intereses productivos sobre los de sus pares.

Puede estimarse que la similitud de sus fuerzas económicas y fichas políticas (sobre todo entre Cuesta y Bermejillo) los llevó a buscar un acuerdo conciliatorio, donde sus principales roces quedaron satisfechos de manera conjunta y sus intereses más particulares se resguardaron gracias a distintos intercambios. En términos legales, o del proceso de la federalización del agua, lo que puede observarse es la pervivencia de los acuerdos locales ante la necesidad de obtener una autorización federal, pues, aunque la línea marcada por la autoridad central intentó aplicarse, no fue puesta en práctica, lo que nuevamente llamó al acuerdo local (Sandré y Sánchez, 2011).

La segunda disputa que debió enfrentar Atequiza para realizar su proyecto hidráulico fue librada con los pueblos ribereños de la laguna de Cajititlán. Como pudo adelantarse, la declaración de este vaso motivó que La Calera buscara confirmar el derecho a la toma de agua que practicaba quizá desde el siglo xviii, pero también fue la oportunidad para intentar conseguir una nueva concesión sobre un caudal mayor.

En 1898 le fueron confirmados los 2 000 l/s y un par de años después, en 1900, Manuel Cuesta Gallardo elevó la solicitud para una nueva concesión que permitiera el aprovechamiento de otros 4 000 litros. Las peticiones alarmaron a los vecinos de Cajititlán, San Juan Evangelista y Cuexcomatitlán, que se organizaron para juntos elevar su respectiva oposición, alegando que "toda su vida, su higiene y su bienestar dependen directamente de la abundancia que contenga la laguna" (Archivo Histórico de Jalisco, Gob-912, s.n.).

Los ribereños temían el infortunio de sus actividades si se permitía la extracción de 6 000 l/s, pues dicha cantidad corrompería el nivel de la laguna e impediría el uso normal que ellos hacían. Especialmente, se preocupaban por la imposibilidad que tendrían para mantener el riego de sus hortalizas y la cría de pescado, cuyos productos comerciaban en Guadalajara, así como su propio suministro doméstico.

No obstante haber levantado su voz ante las dos solicitudes de Cuesta, los clamores de estos pueblos no fueron escuchados. La oposición hacia la solicitud de 1900 fue desechada, argumentando que el contrato de concesión establecería la obligación de no alterar el nivel ordinario del vaso y, por tanto, la extracción no afectaría el sustento de las actividades mencionadas (Archivo Histórico de Jalisco, Gob-912, s.n.).

Mientras corría el trámite sobre Cajititlán, Manuel Cuesta Gallardo presentó una nueva solicitud para el aprovechamiento de una tercera fuente hídrica, pero esta vez de jurisdicción estatal. Se trató del "agua sobrante" que en el temporal de lluvias llevaba el arroyo Los Sabinos, cuyo proceso de concesión ocurrió el mismo año de 1900 (Archivo Histórico de Jalisco, F-6-900, caja 260, exp. 6596).

La petición iba más allá del goce directo del líquido, pues buscaba la autorización para poder canalizarlo hasta la laguna de Cajititlán, donde sería "almacenado" para su posterior aprovechamiento en tiempo de secas. Como era de esperarse, la nueva iniciativa de Atequiza desató otra serie de conflictos con sus vecinos, especialmente con otras haciendas que utilizaban el arroyo para su regadío, abrevadero y abasto doméstico.

Los contendientes inaugurales fueron Gabriel García y Lorenzo Villaseñor, el primero como dueño de la hacienda de Santa Rosa y el rancho La Cañada, y el segundo como propietario de las haciendas de Cedros y Potrerillos. Igual que había ocurrido con el río Santiago, de manera independiente los tres propietarios —incluyendo a Cuesta— buscaron confirmar su derecho "ancestral" sobre el agua de Los Sabinos, provocando que sus solicitudes se interfirieran.

A partir de la iniciativa de Cuesta Gallardo, el gobierno decidió no aceptar la oposición de García por haberse presentado fuera del tiempo legalmente establecido para ello, mientras que el impedimento solicitado por Villaseñor fue admitido y desató un enfrentamiento frontal entre los interesados. Ante una nueva guerra de declaraciones, el solicitante se defendió haciendo hincapié en la cantidad de agua que se desperdiciaba cada temporal, pues la crecida de su caudal no era aprovechada totalmente en ninguno de los puntos que hasta entonces tocaba, además de aseverar que el volumen del torrente era capaz de satisfacer tanto el nuevo uso como los acostumbrados.

Para frenar la guerra, y quizá inspirado en su experiencia pasada, Cuesta Gallardo sugirió al Ejecutivo que ordenara una junta de avenencia. Esta tuvo lugar el 22 de septiembre de 1900. En ella, los propietarios de Atequiza y Cedros acordaron que Villaseñor se declarara a favor de que el agua excedente del arroyo fuera concedida a Atequiza, para ser conducida y depositada en la laguna de Cajititlán, mientras Cedros y su molino de trigo continuarían empleando esta corriente de la forma acostumbrada.

El arreglo fue tan contundente que Atequiza pactó una servidumbre sobre la propiedad vecina, ya que las obras necesarias para conducir Los Sabinos serían edificadas en terrenos de Cedros, tal como puede observarse en el mapa presentado en la imagen 1. El arreglo fue logrado gracias al pago de una indemnización que podría ir de 5 000 a $10 000, según el tipo de explotación que fincara Cuesta Gallardo sobre del recurso, es decir, si lo explotaba de manera particular o si constituía una sociedad para ello (Archivo Histórico de Jalisco, F-6-900, caja 260, exp. 6596).

Ya que el plan de conducción de Los Sabinos involucraba al vaso de Cajititlán, los ribereños se manifestaron nuevamente en contra de las pretensiones de Atequiza. La representación de vecinos alegaba el peligro de este procedimiento, pues sus poblaciones podrían afectarse por las inundaciones que el exceso de líquido traería (Archivo Histórico de Jalisco, F-6-900, caja 260, exp. 6596). Sin embargo, la oposición fue desechada por las autoridades locales, argumentando la invalidez de su reclamo, al excusar nuevamente que el contrato de concesión prohibiría alterar los niveles normales de dicha laguna (Archivo Histórico de Jalisco, F-6-900, caja 260, exp. 6596).

Finalmente, el "agua sobrante" de Los Sabinos fue concesionada por el Gobierno de Jalisco a favor de Manuel Cuesta Gallardo para que fuera canalizada, almacenada y posteriormente utilizada en el riego de las haciendas mancomunadas en la negociación. Lo anterior se complementó con la concesión de orden federal que permitía la extracción de 4 000 l/s de la laguna de Cajititlán, a efectuarse en los meses de octubre a abril, "con la condición de que el nivel de dicha laguna no bajará del normal en tiempo de secas". Para asegurar esta nivelación, el mismo Cuesta quedaba autorizado para introducir en el vaso las "aguas de su propiedad", es decir, las de Los Sabinos, con la misma condición de que el nivel tampoco superara aquel que adquiría normalmente en tiempo de lluvias (Archivo Histórico de Jalisco, F-6-900, caja 260, exp. 6596).

El maridaje de ambas concesiones permitió la cristalización del proyecto hidráulico de Atequiza, donde se creó un sistema o circuito que aseguraba agua constante para las actividades agrícolas e industriales de esta empresa rural. A partir de entonces, solo restaba ejecutar las obras que permitirían la circulación del agua, aquellas que llevarían las del arroyo de Los Sabinos hasta la laguna de Cajititlán y estas hacia las nuevas parcelas de riego, gracias a su conducción por los canales y presas de La Calera, Cajititlán y el rancho interno de La Capilla. Tales obras fueron terminadas satisfactoriamente en 1905, según reportó el inspector de la Secretaría de Fomento (Archivo Histórico del Agua, Aprovechamientos Superficiales, caja 4626, exp. 61617, ff. 137-138).

Los conflictos recién señalados permiten observar otro mecanismo empleado por Atequiza para defender sus intereses, distinto al que la alianza empleó durante su conflicto por el río Santiago. Parece que al enfrentarse con opositores menos fuertes (hacendados y pueblos), bastó acudir al amparo legal que brindaban las lógicas de Fomento, especialmente la raíz que apostaba por la eficiencia que prometían las grandes empresas agrícolas en contraposición de los productores menores.

Gracias a esta tendencia pudieron desestimarse fácilmente las repetidas oposiciones de los ribereños de Cajititlán y de la hacienda de Santa Rosa, cuyos instrumentos legales ni siquiera procedieron. La única disputa que retardó la solicitud de Cuesta Gallardo sobre el agua de Los Sabinos fue la promovida por Lorenzo Villaseñor, cuyas haciendas no alcanzaban la capacidad productiva de Atequiza. De tal manera, aunque este par de contrincantes parecieran tener condiciones similares, al final fue el proyecto más ambicioso el que logró imponerse a través de una compensación económica.

La negociación ejerció otro tipo de acuerdo local, basado en la cooperación mutua más que en un acuerdo mercantil. Esta relación fue entablada entre la hacienda de Atequiza y el pueblo de Atotonilquillo, su vecino inmediato por el lado este. Aunque ambas entidades se habían disputado el río Santiago históricamente, e incluso llegaron a enfrentarse en un juicio de 1875, lograron acordar el uso compartido del canal derivador de la hacienda y el compromiso fue respetado hasta inicios del siglo xx.

Por décadas, el pacto de cooperación había permitido el paso tranquilo del canal de la hacienda por el mencionado pueblo, a lo largo de más 3.5 km. Sin embargo, la buena vecindad terminó en 1901, cuando la negociación cambió de propietarios y fue adquirida por José Cuervo, quien también compró las concesiones hidráulicas que le correspondían (Pacheco, 2013).

El nuevo dueño decidió cortar la vieja alianza y prohibir que los vecinos de Atotonilquillo continuaran derivando agua del Santiago por medio de su canal. Ante esta acción, el pueblo intentó reclamar el cumplimiento de un acuerdo verbal de más de 100 años de antigüedad, pero legalmente no tuvo los títulos probatorios que le permitieran revalidar su goce sobre el canal (Aldana, 1986). La situación de los vecinos de Atotonilquillo quedó agravada hacia 1905, cuando la Secretaría de Fomento practicó los peritajes necesarios para intentar mediar la situación y ayudar a determinar el derecho al líquido que le correspondía a cada una de las partes.

El ingeniero designado, Ignacio J. Curiel, encontró una importante pérdida de agua durante su traslado por el canal derivador, ya que entre la boca toma y su conexión con el canal de riego de Atequiza había una diferencia de más 3 100 l/s, esto es, un faltante de poco menos del 50 % del agua derivada (Archivo Histórico del Agua, Aprovechamientos Superficiales, caja 1516, exp. 20865, ff. 18-23).

La responsabilidad de la pérdida fue compartida entre la hacienda y los vecinos porque, por un lado, se había descuidado el buen estado del canal y, por otro, el pueblo realizaba la derivación clandestina del líquido, entendiendo por este término que Fomento desconocía la toma. La resolución que tomó la secretaría fue la de ampliar en 670 l/s la concesión de Atequiza sobre el Santiago, a manera de compensación por la pérdida expresada.

De esta manera, cuando la propiedad se mantuvo en la familia Gallardo, la relación establecida con Atotonilquillo fue conciliatoria y de alianza; mientras este permitía el paso del canal de Atequiza, la hacienda consentía que el pueblo subderivara agua para su beneficio. No obstante, el problema entre estos dos sectores surgió tan pronto como hubo un cambio de propiedad y la observancia de las leyes federales se hizo presente. El nuevo propietario se negó a continuar con una obligación pactada y llamó la intervención del gobierno federal para romper así con un acuerdo local que no tenía cabida en los intereses de un personaje ajeno a la región ni en las nuevas políticas de federalización del agua.

Aunque todos los conflictos y convenios que fueron presentados aquí fueron únicamente aquellos que la negociación de Atequiza debió enfrentar en pos de construir el sistema hidráulico que beneficiara toda su extensión, debe advertirse que este proceso fue el primero de su tipo en que estuvo involucrada la familia Cuesta Gallardo. De manera paralela al sistema de Atequiza, Manuel y Joaquín, los hijos mayores de dicha casa, comenzaron un gran proyecto hidráulico que terminaría con la desecación y posterior fraccionamiento de 50 000 hectáreas de la Ciénega de Chapala.

La realización de este trabajo requirió de la construcción del dique de Maltaraña, que limitaba la extensión del lago, y estuvo acompañada por una serie de modificaciones sobre los caudales que inundaban la zona, más otra serie de acciones que tenían por finalidad modificar el caudal del Santiago. La intensión final del proyecto era poder manejar el agua en función de las expectativas agrícolas e industriales que ellos mismos habían fincado a través diversas empresas, como fueron la Compañía Agrícola de Chapala o la Compañía Hidroeléctrica e Irrigadora del Chapala (Boehm, 2003).

Si bien el proyecto de la Ciénega es mucho más conocido para la historiografía, y aunque queda mucho por decir sobre su desarrollo, el objetivo de este artículo es mostrar la ejecución del primer proyecto hidráulico que ejecutaron los Cuesta Gallardo. Es la intención sugerir que lo realizado en Atequiza fue un primer ensayo para medir las posibilidades técnicas, políticas y asociativas que tendrían para manejar el agua de acuerdo a sus intereses empresariales. Como intentará probarse en trabajos posteriores, puede creerse que el éxito alcanzado en el sistema hidráulico de la negociación motivó las aspiraciones de Manuel Cuesta Gallardo, quien fue el principal operador de los proyectos hidráulicos posteriores.

Por lo pronto, puede aseverarse que el sistema de la negociación de Atequiza, ejecutado entre 1895 y 1905, permitió que la empresa rural se subiera al tren de la modernización productiva que la época y el Estado porfirista fomentaban. A través de una mayor disposición del líquido y la construcción de obras hidráulicas, Atequiza logró ampliar su producción al implantar una serie de industrias novedosas (fabricación de ladrillos, electricidad y alcohol de maíz) y fortalecer su tradicional actividad agrícola (Pacheco, 2013). Este proceso también refleja un momento de transición entre los acuerdos locales y la imposición de la vigilancia federal, toda vez que algunos de los arreglos particulares fueron legitimados mediante las juntas de avenencia y otros fueron totalmente desestimados por la nueva normativa, como ocurrió en los casos de Cedros y Atotonilquillo, respectivamente.

CONSIDERACIONES FINALES

La realización del proyecto hidráulico de Atequiza se topó con los planes de otros actores que también esperaban emplear el agua para sus propios fines productivos, en medio de un contexto donde la vigilancia federal sobre el manejo del recurso fue afianzándose en el terreno práctico. Así, el abrevadero del ganado, el riego agrícola, la explotación de la flora y fauna lacustre o la generación de fuerza motriz, practicados durante mucho tiempo bajo acuerdos locales, enfrentaron una época de cambios y tensiones.

En el nuevo escenario reinaba un uso intenso y diversificado del agua, donde a todas las demandas anteriores se sumaban nuevos actores y actividades que buscaban la generación eléctrica, el riego extensivo, las desecaciones o los trasvases; todo lo que era fomentado por las políticas de desarrollo del Estado y regulado por su propio proceso de federalización sobre el recurso.

A través del desarrollo de los enfrentamientos observados, puede proponerse que, en medio de este contexto de proliferación y tensión sobre el aprovechamiento hidráulico, Atequiza jugó diversas estrategias para defender sus intereses acuáticos. Así, según el agua disputada o el carácter de sus opositores, pudo resolver las oposiciones que se le presentaron, por medio de conciliaciones económicas (Cedros), de alianzas (El Castillo, Zapotlanejo) o de intercambio (Atotonilquillo). Sin embargo, ante contrincantes más humildes, como los pueblos ribereños de Cajititlán, la estrategia estuvo inclinada a dejar actuar la opacidad de las autoridades, que era favorables a los grandes proyectos productivos como el que representaba la negociación de Atequiza.

Durante este proceso se pudo observar el choque de intereses sobre un mismo bien, pero también la capacidad de negociación y las rutas legales seguidas por los interesados en su aprovechamiento. De manera general, se aprecia la introducción de nuevos esquemas de utilización del agua, que los actores más progresistas adoptaron y trataron de establecer en su región de trabajo.

Los propietarios más industriosos resultaron los principales agentes del aprovechamiento intensivo del líquido; los terratenientes menos arriesgados trataron de adoptar la tendencia, aunque desde un papel mucho más pasivo que el de los anteriores; los usuarios tradicionales resultaron los menos beneficiados de esta corriente, pues lo reducido de sus posibilidades de expansión y las pocas condiciones que el régimen les brindaba para ello ocasionaron la defensa de su limitadas, pero seguras formas de explotación tradicional.

Finalmente, cabe mencionar la imbricación que pudo detectarse con respecto a los acuerdos locales para el uso del líquido y las regulaciones federales. Todos los actores involucrados intentaron normalizar sus aprovechamientos de acuerdo con las legislaciones de 1888, 1894 y 1896, pero durante el proceso sus intereses se rozaron con los de otros usuarios de la cuenca. En algunos casos, las interferencias causadas por las oposiciones de diversos personajes debieron resolverse mediante el que fue quizá un último acuerdo particular, como ocurrió en lo expuesto para el Santiago y Los Sabinos; en otros enfrentamientos, como el suscitado con Atotonilquillo, fue necesaria la cancelación definitiva de los viejos acuerdos locales; en experiencias como la de Cajititlán, la potestad federal sobre la laguna llegó para introducir tajantemente una nueva forma de aprovechamiento sobre sus aguas. En todos los casos la tendencia fue que, por uno u otro mecanismo, la norma federal lograra imponerse como definitiva en el terreno práctico.

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CÓMO CITAR ESTE TEXTO

Pacheco Urista, L. (2018). Haciendas, industrias y lacustres en disputa: conflictos y aprovechamiento hidráulico en el valle de Atequiza, Jalisco, a finales del siglo XIX. Punto CUNorte, 4(6), 149-180.

* Maestra en Historia. El Colegio de Michoacán. hilosdehistoria@gmail.com

1 Trabajo presentado en el 3.er Congreso Red de Investigadores Sociales sobre el Agua, 2014.

2 En términos territoriales, las haciendas, molinos, pueblos y empresas jaliscienses que protagonizaron esta querella se localizaron en la confluencia de los municipios de Ixtlahuacán de los Membrillos, Chapala, Juanacatlán y Cajititlán.

3 Para la realización de las obras, los concesionarios tenían derecho a la ocupación gratuita de los terrenos baldíos y nacionales que estas requirieran, así como a expropiar otros por causa de utilidad pública y a la exención por cinco años de los impuestos federales del capital empleado en su construcción. Los beneficiarios quedaban obligados presentar los proyectos técnicos de sus trabajos y a pagar los honorarios causados por ingeniero inspector que los evaluaría.

4 Este fue un elemento que estuvo acompañado por otras estrategias como la colonización, la mecanización, la agricultura científica, el desarrollo de nuevos plantíos o la introducción masiva de capitales al campo, todas promovidas de acuerdo con las prioridades de cada administración

5 Solo hasta 1908 surgiría el primer sistema de crédito estatal para este tipo de construcciones, con el establecimiento de la Caja de Préstamos para Obras de Irrigación y Fomento de la Agricultura.

6 Esta entidad es la que se enuncia generalmente en este texto como Atequiza, siempre que no se especifica que se trata de la finca o hacienda homónima.

7 Aunque falta indagar más sobre el desarrollo de este proyecto, es probable que este sea el origen de la llamada presa de Poncitlán que poco después emprendió Bermejillo.